Soy Carlos Jeldres Venzano. Ingeniero, Chileno, Chillanejo y fanático de Ñublense. El 11 de junio del 2016 dejé mi trabajo y comencé a perseguir mi sueño: dar la vuelta al mundo en bicicleta. 5 continentes, 5 años y más de 100 países. Bienvenidos al viaje de mi vida

El país Fantasma

Carlos Jeldres Venzano - marzo 02, 2019



             Bostwana era mi primer país luego de la visita sorpresa en Chile a mi familia para año nuevo. Era uno de los lugares de los que menos sabía del mundo. Conocía su bandera, que estaba muy poco poblado y su implacable sol en el desierto del Kalahari. Quizás eso era todo lo que manejaba. Cada vez que decía que lo quería cruzar, en pleno verano, los locales apuntaban casi como acto reflejo al sol y se abanicaban la cara, en señal de advertencia. Era mi penúltimo país antes terminar África en la costa Atlántica de Namibia y quería conocer un poco del lugar en vez de atravesarlo sin saber dónde estaba.

Botswana, País #66
               En Gaborone, su capital ubicada apenas a un par de kilómetros de la frontera con Sudáfrica, intenté empaparme del país de los Tswanas. Uno de los motivos porque es conocido en África, es ser uno de los países menos corruptos del continente -aunque “hasta por ahí no más”, según mi host Hape- y que es uno de los con mejor desarrollo económico de la zona, basados principalmente en sus diamantes. Tan controlados que, a diferencia de su vecino Zimbabwe, sería imposible encontrarse con un traficante de diamantes como me pasó allá. Los diamantes no siempre son de sangre ni son una maldición, la maldición es tener una administración corrupta y países dominados por señores de la guerra, no los diamantes en sí.
  

Gaborone

               Al recorrer la capital, no más grande que Chillán, noté como este país se diferenciaba bastante del resto de África. Autos de marca, precios comparables a cualquier ciudad europea, menos pobreza y algo más de orden. Quizás algo parecido a Sudáfrica, sin embargo, a diferencia de ese país, donde todos los lujos y cosas de marcas pertenecen principalmente a los afrikáners (la minoría blanca), acá pertenecen a su población negra (casi no vi blancos autóctonos del país). Luego de conocer su lado urbano, partí a lo mío, a la bicicleta. Mis hosts Taboka y Hape me advierten de que había poca gente en el país y que tomara las precauciones del caso.

               No fue necesario avanzar tanto desde la capital para entrar en razón de lo que me habían dicho. Los apenas 2 millones de personas en un país más grande que España, estaban apenas repartidos en dos o tres ciudades, y en el medio del país, prácticamente nada más que animales salvajes. Los “poblados” que me indicaba el GPS eran en su gran mayoría una mala broma. Algunos literalmente deshabitados, otros con dos o tres casas a un par de kilómetros fuera de la ruta principal, que supongo vivían de la ganadería. Las cabezas de ganado eran por lejos más que las humanas. Más que pueblos fantasmas, por la extensión del territorio sin gente, era un país fantasma.
Un "pueblo" típico de Botswana. Si tenía suerte, alguien me podía vender algo para comer. Luego de esperar por media hora, apareció alguien para darme agua y venderme algo de comida enlatada. Si no, eran otros 100 kms hasta la próxima fuente de abastecimiento. 



               Al salir de la capital, me quedaban 4 días con contacto humano muy limitado hasta llegar a Kang, a mitad de camino entre Gaborone y la frontera con Namibia. Ese lugar sería casi literalmente un oasis en el desierto. Esos días no hice más que pedalear como si no hubiera un mañana, no me quedaba otra. En cualquier caso, tampoco había mucho más que hacer. Además de las largas distancias, tenía que levantarme junto con los primeros rayos de luz, antes de que el sol de mediodía y sus pegados 40º me quitaran las energías. El Kalahari parecía una contradicción de la definición de desierto con sus paisajes verdes. Al ser un desierto semi árido, no se ven los paisajes llenos de arena y amarillo que a uno se le vienen a la cabeza a pensar en el Sahara, por ejemplo.

40 grados sobre mi cabeza. El sol era durísimo durante la mayor parte del día
Kang. Mi primer oasis en el desierto.
               Encontré antes de Kang un lugar, donde había por lo menos gente y un supermercado. Se llamaba Jwaneng. Ahí pude abastecerme de agua y comida. Libertad quedaba gorda como nunca con tanto peso, pero era la única forma de soportar días en ruta. Era imposible quedarse en ese pueblo, ya que los precios eran ridículos. La habitación más barata en una ciudad sin ningún atractivo turístico, bordeaba los 100 dólares. Ahí entendí que este país es un destino turístico de lujo por sus safaris. La carpa y los matorrales deshabitados al costado del camino, se iban a convertir en mis mejores aliados, iba a pasar todo el país sin dormir en una cama. Dos días después, Kang, por fin una parada para descansar las acalambradas piernas y el cuerpo de la insolación.

En un lugar donde era imposible encontrar repuestos en kilómetros a la redonda, tenía que asegurarme de tener cada uno de mis repuestos en perfecto estado.
               Acá tuve tiempo para reparar a Libertad, planificar mi ruta y abastecerme de comida. Con distancias tan largas, cada pueblo, cada supermercado, era como una bendición caída del cielo. También tuve la oportunidad de conocer a diferentes personas del país. Sin embargo, muchas veces en Tanzania o Kenia, donde gran parte de las veces que se me acercaban para preguntarme u ofrecerme algo y la conversación tomaba un curso donde eventualmente me terminarían pidiendo dinero, es que desarrollé una especie de apatía por la gente que al azar se me acercaba a hablar en este continente. Poco me demoré en notar que me estaba comportando como un idiota al apenas responder a los saludos o intentar irme lo más rápido. Después de 4 robos y otras tantas malas experiencias, había desarrollado anticuerpos con este continente, pero estaba tontamente generalizando. Las personas de este país se acercaban, en la inmensa mayoría de los casos, con la sencilla y genuina intención de ayudar. Ofrecer algún repuesto o no querer cobrarme por un trabajo pequeño en la bicicleta. Incluso ofrecerme una biblia de regalo y dinero (esta última, obviamente no pude aceptar).

La tenía aguantando con parches, pero ya en Kang terminó de pasar a mejor vida...
               Al retomar la ruta, me quedaban largos 300 kilómetros hasta mi segunda parada. Sin embargo, por tercera vez en el viaje, la bomba de aire explotó. La intenté arreglar artesanalmente, usando parches para pinchaduras, pero no iba a aguantar más de un día así. Tenía que tomar un desvío a la ciudad de Ghanzi, fuera de la ruta principal e intentar encontrar repuestos, de otra forma hubiera quedado parado en medio de una ruta apenas transitada en el desierto. Logré sin embargo encontrarlos y aproveché de disfrutar un poco de las comodidades de una ciudad, la primera en varios días. Había olvidado lo que era un plato de comida caliente, por ejemplo.

               Debido a la parada forzosa en Ghanzi, la ruta se me alargó unos kilómetros. Tenía que llegar ahora hasta el tercer y último campamento por un camino alternativo. Y un camino alternativo en África, por lo general, significa tierra, piedra y arena. Las 3 a la vez o todas juntas a veces. Esta vez eran las 3 a la vez. Eran solo 107 kms, pero pasando por esas calamitas que las 4x4 los pasan como volando, apenas tocando una a una las puntas de las saliencias que se forman, pero que, en una bicicleta, es imposible no pegarle de lleno a todas y cada una. Otras veces cayendo en trampas de arenas que detienen a Libertad de golpe y si no reacciono bien, salgo volando. Al ser una ruta alternativa, en un país tan despoblado, no pasaban autos y no podía pedir la ayuda de nadie.

Arena...

...sol, piedras...

y animales. Mi única compañía.
               Luego de luchar contra el camino, y debido al calor que hacía, me empecé a quedar sin agua. Me era imposible llevar más por lo demás. Como las dos veces anteriores, intenté hacer durar cada gota como si de ello dependiera mi vida. Con unos cuantos kilómetros todavía a cuestas se me agotó la última botella. Aprendí esta vez, a diferencia de las dos veces donde me pasó lo mismo en Atacama e Israel, a mantener la calma y no desesperarme. Entré en una especie de catarsis, donde la mente, las piernas, las manos, cada milímetro de mi cuerpo estaba enfocado en una sola misión: pedalear lo más rápido para llegar al campamento. Con la mente en blanco, esas últimas horas fueron rarísimas, donde apenas tengo recuerdos. En este viaje he llevado a mi cuerpo varias veces al límite y he aprendido a conocer las fronteras que puedo tolerar de frío, calor o falta de agua. Al llegar al campamento, exhausto, me empino una botella de litro y medio y la tomé como si fuera un sorbo. Pedí más. Me miran con cara de asombro y me traen otra botella. La dueña del campamento, Riana, afrikáner radicada en Botswana, al verme en un estado tan deplorable, me invitó a una cena preparada por ella. Ese simple momento, fue uno de los recuerdos más lindos que tengo de África.

Lo que quedó de la cena que me preparó Riana
Por fin en el tercer y último campamento, antes de salir del país

               Con tantas horas de pedaleo diario bajo el tortuoso sol y con más de 8 días de ruta, la lucha no era solo con las piernas, sino que con la cabeza. Se me venían a la mente una y otra vez las palabras de un profesor de conocí en Kisumu, Kenia, el día del robo frustrado a Libertad. Era de los pocos -quizás la única persona- que se opuso, o por lo menos me hizo ver las desventajas de volver a casa en medio de la aventura. La frase clave, que tengo grabada a fuego en la memoria, fue la pérdida del momentum (inercia). Esa propiedad física que hace que los elementos conserven su movimiento sin aplicar fuerza ni trabajo alguno, y que una vez que se detienen, hay que volver a aplicarles fuerza para ponerlos en movimiento. En Chile perdí esa inercia, y ahora estaba tal cual estaba al principio de este viaje. La diferencia, es que en ese entonces estaba empezando a dar la vuelta al mundo, la motivación me brotaba por lo poros. Ahora, sin embargo, estaba en un continente que no me gusta, con un calor intolerable, desconectado de mis amigos y familia y preguntándome cada 15 minutos si fue buena idea terminarlo y no dejarlo hasta Sudáfrica. Con lo terco que soy, siempre llegaba a la misma conclusión, había que terminarlo. Viendo en perspectiva, el haber abandonado en esos kilómetros que me faltaban antes de unir África de costa a costa, hubiera sido algo que no me lo hubiera perdonado en la vida.


               Luego del campamento, llegué casi a la frontera con Namibia, en Charles Hill. Mientras descansaba las piernas en la última estación de servicio, y bajo la primera y única lluvia que presencié, se me acerca un camionero. Me dice que me vio descansando cerca de los árboles y lo valiente que era al ponerme ahi y no tenerle miedo a la serpientes. Me acababa de enterar del riesgo al que estaba expuesto. Luego conocí a Jonas, quien trabaja en el lugar como operario. Me ofreció quedarme a dormir atrás en la estación y podía prestarme la ducha de su casa si la necesitaba. Él vivía a pocos metros del lugar. Conversando de la vida, nos hicimos amigos y me contó de lo cansado que estaba en el lugar, su vida era estar ahí. Además de escuchar por enésima vez en África si era posible encontrarle trabajo en Chile, me cuenta de su ritmo de vida. Trabaja literalmente de lunes a domingo, casi 12 horas diarias, por 40 pulas diarios (no alcanzan a ser 4 dólares), que no es algo fuera de lo común fuera de la capital. Le compré un jugo y un chocolate para que le llevara a su esposa. Se me apretó la guata cuando me preguntó si no era demasiado caro. Al parecer, las diferencias entre el país y el resto de África no eran tan grandes como parecen.

               Al día siguiente en la mañana, ya estaba en Namibia, el país 67 del viaje.



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