Myanmar
Visitar Myanmar fue probablemente el mayor dilema ético en los 7 años de viaje. Primero, por ir a pedalear a un país en guerra civil y el dolor que le iba a producir a mi familia si me pasaba algo. Decidí que, para minimizar riesgos, en Myanmar me iba a permitir una flexibilización de mis reglas: me podía saltar regiones enteras o tomar un bus si la cambiante situación de la batalla entre el régimen militar y los rebeldes lo ameritaba; ni por un segundo iba a embarcarme en una misión suicida, pedaleando solo por zonas “seguras”. El segundo dilema, era que el gobierno democráticamente elegido fue derrocado por una sanguinaria dictadura el 2021, siendo los militares (el “tatmadó”) ahora no solo los dueños del poder ecónomico del país sino que también del polícito. Desde entonces todo el país está en estado de excepción y cada Kiat que pagaba en visas e impuestos, iba a sus bolsillos. Estaba cruzando Asia por la parte del sur, y no por norte (i.e. Rusia), precisamente por un motivo similar, el negarme a cooperar con una dictadura que en este caso mata a su propio pueblo. Luego de analizarlo mucho, considerando siempre la opción que toma la mayoría de los viajeros de viajar directo hacia Tailandia, saltándose Myanmar, llegué a la conclusión de que, si quería visitar todos los países del planeta, iba a tener que pagar no solo costos económicos, sino que muchos “costos éticos” asociados. Decidí que mi regla era evitar a toda costa volver a aquellos países donde se violen los DDHH, con respecto a los que aun no visitaba, aplazar mi visita hasta que las condiciones en el país cambien. Pero en el caso de aquellos que estuvieran en la ruta, sin otra opción de desvío, no tenía mucha opción. Pensé que no me iba a sentir en paz mental al saltarme un país entero de la ruta, a diferencia de África, por ejemplo, donde al estar cerrado Sudán, rearmé mi ruta entera por el continente, pero en ningún caso la línea que conecta la ruta de costa a costa se vio interrumpida. Pero a poco de llegar al país encontré un elemento que me hizo reafirmar que tomé la decisión correcta. En el caso de Rusia, la gran mayoría de la población apoya las medidas terroristas de su gobierno, mientras que en Myanmar, la inmensa mayoría de las personas con las que hablaba tenían un rechazo, odio y miedo que pocas veces vi a sus déspotas gobernantes. Al visitar el país me di cuenta que no estaba visitando a una población que les lavó el cerebro un régimen, sino que un pueblo que había probado la libertad y se la habían quitado, literalmente, de golpe.
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Con Rosa y Thwin Aung |
Myanmar, para fines prácticos, era una “isla”. Era imposible entrar y salir por tierra ya que todas sus fronteras terrestres estaban cerradas. La opción era volar desde la frontera con Bangladesh hacia al punto más cercano a la frontera que se pudiera pedalear desde Myanmar. Según mis reglas, ese punto debía ser inmediatamente a continuación de Cox’s Bazar, pero desde el lado burmés de la frontera. Lamentablemente toda la región de Rakhine, pegada a Cox’s Bazar, estaba en guerra civil. No por la situación de los Rohinga, como pensaba (entender la majamama de conflictos entre sus decenas de tribus da para libros, así en plural), sino por milicias de Rakhine enfrentadas al gobierno. Eso me dejó como última opción la ciudad-balneario de Nwe Saung, a 400 kms de Cox’s Bazar, en la misma línea de costa por el Golfo de Bengala. Luego de llegar a Yangón -único puerto por el que podía entrar al país-, darles un descanso a las piernas, arreglar a Libertad y darle la bienvenida al año nuevo 2023, me devolví junto con Thwin Aung (de la mayoría budista y etnia burmesa) y Rosa (de una de las más de 100 minorías étnicas, los Karen, y cristiana) al oeste, al golfo de Bengala. Ellos dos fueron quienes oficiaron de compañeros de viaje, traductores, conductores y consejeros. Rosa y Thwin fueron quienes me explicaban cada detalle de cosas que a cualquier viajero inadvertido se le pasarían y a quienes les debo en parte el conocer tanto de su país.
Lo primero que llama la atención de un país así es la poca influencia del mundo exterior. De los más de 100 países que conozco, es uno de los que donde más se mantienen las tradiciones. A diferencia de sus vecinos, también colonizados por los británicos, donde el Cricket es el rey desde Afganistán, en la frontera con China hasta la última punta de Bangladesh, acá el deporte tradicional es el Chinlone, que consiste en pegarle a una pelota de bambú entre amigos, de manera no competitiva. O el polvo amarillo que se obtiene del árbol del Tanaka con el que desde niños a ancianos se pintan la cara. Para mejorar el cutis o para proteger del sol me decían, pero la verdad es que la principal razón era mantener vivas las tradiciones, como sus comidas y sus lonyies (especie de falda usada tanto por hombres como mujeres desde hace siglos). Y en esto, tienen mucha responsabilidad los reinos y gobiernos de este país de 135 etnias, donde los burmeses son mayoría. A lo largo de los siglos ha sido un país en extremo cerrado para el resto del mundo. Incluso hace poco, tal como Corea del Norte, era cerrado a extranjeros, donde los pocos que podían entrar eran diplomáticos y algunos suertudos turistas quienes solo podían entrar a lugares emblemáticos de turismo. Rosa me contó que cuando era pequeña una de las pocas películas permitidas por el régimen militar, y que daban una y otra vez en la televisión, trataba de una estudiante que iba al extranjero y la violaban. “Desde pequeña tuve miedo con todo lo que fuera extranjero”. Y si bien el país ha ido pasando por una lenta pero constante apertura hace el exterior, una transición así toma generaciones. Su tradicionalismo se notaba en detalles como cuando entraba con ella a cualquier bar o restaurant (y Thwin Aung entraba detrás): todos se quedaba mirándola como si fuera una “Bokoma”, palabra tremendamente despectiva para referirse a las mujeres que se salen con extranjeros y que reciben un enorme castigo social.
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En Nwe Saung, en el inicio de mi pedaleo por el país |
Luego de varios días en la playa y mi primera sesión de buceo (lamentaré haber perdido 35 años de mi vida sin haber hecho eso antes) comencé a pedalear rumbo hacia Yangón. Decidí, eso sí, dejar las alforjas rojas y la mayor parte de mi equipaje con mis dos amigos, para pedalear solo con mi mochila. Nunca, en 6 años, había pedaleando con tan poco peso y vaya que se sentía la diferencia. El motivo principal, a diferencia de Asia del sur, no era perder peso para pedalear más rápido, sino que llamar menos la atención, considerando la guerra civil en la que está inmerso Myanmar y no solo tenía que elegir muy cuidadosamente las rutas y los lugares a pedalear para no exponerme a los combates entre el régimen y los rebeldes, que se dan frecuentemente en el país, sino que intentar pasar más desapercibido. Mi idea de llamar menos la atención, como simplemente alguien que sale a dar una vuelta en bicicleta más que a un extranjero dando la vuelta al mundo, falló con escándalo. Por donde pasaba venía gente a saludarme. Y con razón, si me sentía como el único extranjero en el país. Y en cada pueblo por donde me alojé -en poblados fuera de las zonas turísticas- venía gente del régimen militar a mi pieza a interrogarme y pedirme documentación del viaje. Si bien siempre fueron amables me era bastante difícil esconder mi cara de desprecio a gente que mataba a su propio pueblo, aunque yo estaba relativamente a salvo, ya que es conocido que a los extranjeros en el país, no se les toca.
En esos días de pedaleo oficialmente salí del subcontinente Indio, ya que a pocos kilómetros al este de la costa empieza la inmensa placa tectónica euroasiática. Los montes que se forman entre la colisión de ambas placas representan una fracción triste del mismo efecto en el norte (los Himalayas), pero fueron suficientes para, junto con la humedad y el calor hacerme transpirar más de la cuenta. Mientras en la planicie del norte de India apenas pasaba los cambios, ahora los usé por primera vez en meses.
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Bienvenido a Yangón, su capital |
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Región de Pegu |
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Bagan |
No me quedó otra opción que volar hacia Mae Sot, la ciudad frontera con Myanmar donde los cientos de refugiados burmeses, algunos por el hambre y otros perseguidos políticos, escapaban del régimen. Pero me quedaban aun 2 semanas de visa en uno de los países más aislados del mundo y los quería aprovechar uno por uno, así que decidí hacer un “side trip” en al área de Mandalay y Bagán, las antiguas capitales del reino. Bagán fue uno de los lugares que recordaré no solo por las cientos y miles de pagodas que aparecían a lo largo y ancho de los alejados caminos por los que pedaleaba cual cuento de hadas y sin turistas, sino que fue el lugar donde finalmente comencé a aprender de la cultura budista. En India, origen de Buda, tuve la primera oportunidad, pero estaba detestando tanto a ese país que cuando llegué a la parte oriente (origen de la religión) lo único que quería era pedalear para salir de ahí. A Rosa, Thwin Aung y Xiao (chica de etnia burmesa que conocí en Yangón, también budista) les debo mucho de lo que conocí.
Al momento de salir del país, sentí el mismo vacío que cuando dejé Túnez o México, una sensación que había olvidado existía desde el comienzo de la pandemia, el extrañar no a una persona en particular, sino a un país entero. Puedo contar con los dedos de una mano los lugares donde he tenido esa misma sensación.