Soy Carlos Jeldres Venzano. Ingeniero, Chileno, Chillanejo y fanático de Ñublense. El 11 de junio del 2016 dejé mi trabajo y comencé a perseguir mi sueño: dar la vuelta al mundo en bicicleta. 5 continentes, 5 años y más de 100 países. Bienvenidos al viaje de mi vida

Mi país 100: Japón

Carlos Jeldres Venzano - mayo 22, 2023



Mi plan original en el 2016, cuando comencé mi vuelta al mundo en bicicleta, era recorrer 58 países. Pero un día, en un bar en los Balcanes, me dijeron que el mínimo razonable para ser considerada una vuelta al mundo eran cien. Bajo el frío de la noche y de las cervezas lo tomé como un reto que acepté de inmediato. Pero ya al día siguiente me estaba arrepintiendo, en ese momento parecía una tarea titánica que me iba a obligar a tomar varios desvíos de mi ruta original. Cada desafío aceptado implica mover todos los recursos y mi tiempo en función de la nueva empresa; el intentar lograr algo que en el papel parece imposible o muy difícil de realizar, es probablemente el motor que más me mueve no solo en este viaje, sino que en mi vida en general. Por eso, a medida que fui acumulando kilómetros y países y la centena de países se acercaba, decidí que el que fuera el número cien tenía que ser uno especial. Planifiqué a mediados de Asia que el contador tenía que alcanzar los 3 dígitos justo al terminar ese continente -el más grande del mundo- en Vietnam. Pero como por distintos motivos decidí quitar Laos y Nepal de la ruta, el contador en Vietnam sólo llegó a 99. Entonces Japón, como una civilización en sí misma y en las mismas costas pacíficas no tan alejado de Vietnam me calzó como la opción adecuada.

Cuando iba aterrizando en Osaka me di cuenta de inmediato que no estaba llegando al aeropuerto que había planificado, sino uno a 60 km de mi plan original. “Tan típico en mí”, pensaba en el momento que el GPS me reafirmaba de mi error sobre el avión y tenía que reorganizar mi día. Ese mismo día aprendí que 60 km en Japón, unas 2 horas y algo en cualquier otro lugar del mundo, eran prácticamente un día de pedaleo en un país tan densamente poblado. Era el primer indicio de que Japón no iba a ser el paseo que había planificado. El estado en el que llegó Libertad, magullada como la mitad de las veces que es transportada en avión, fue el segundo.

Al llegar a Osaka, fueron varias las cosas que me llamaron la atención. Los letreros de publicidad, los negocios y cualquier cartel que ultrapoblaba la ciudad, estaba diseñado con enormes tipografías y colores, todos estridentes hasta el extremo. Pero incluso estando en el centro de la segunda ciudad más grande del país y el nivel de ruido era comparable a cualquier pueblo pequeño del sur de Chile; no se me condecía lo que veía con lo que escuchaba. No había bocinazos, gritos ni gente conversando alto. Y alrededor, ya sea en el aeropuerto, en el metro, andando en bicicleta o ayudando en labores de limpieza en las calles, la cantidad de gente de más de 70 años me parecía inverosímil. En más de 100 países no vi nada igual, pero sentido me hacía ya que sabía que es el país del mundo con mayor esperanza de vida. A estas alturas lo que más busco en mis viajes es la novedad, la sorpresa, que un lugar sea diferente al resto. Y claramente Japón iba a ser un país muy particular dentro de los 100.

Nunca me ha gustado pedalear los países insulares como un loop, ya que no me causa agrado del devolverme a un punto en el que estuve antes. Siempre le doy prioridad a una ruta intentando arribar a un punto A y pedalear hasta uno B, idealmente conectando las dos ciudades más pobladas del país, como lo hice en Cuba desde Habana hasta Santiago, o bien al otro extremo de la isla como en el caso de Islandia (Reijkavik en el oeste – Seydisfjordur en el este). En este caso decidí que para Japón iba a conectar las dos ciudades más pobladas del país, Osaka y Tokio. La partida simbólica la realicé desde el palacio Imperial de Osaka, el punto más emblemático de la ciudad.

La primera parada, el mismo día que llegué al país lo hice rodeando el río Yodo hasta llegar a Kioto. Kioto hasta el 1869 era la capital del país, es decir “ayer” en términos históricos de una nación tan antigua. Por ese motivo decidí perderme entre sus bosques de bambú, palacios y templos budistas y sintoístas, en una población dividida entre ambas religiones que -en la mayoría de la población- se siente más como una tradición que una religión. Luego de haber recorrido prácticamente todas las grandes religiones y civilizaciones del planeta, la única “grande” que me iba quedando era el sintoísmo japonés.

El pedaleo se me hizo bastante más lento de lo que planificaba. Unas de las lecciones que había olvidado cuando llegué a Islandia es que los vientos, a diferencias de pedalear dentro las grandes masas continentales, es que impactan con mucha mayor fuerza desde las costas y su dirección es impredecible.  Este viento en contra los primeros días, sumado al frío y el estado en el que llegó Libertad fueron algunos obstáculos. Pero otro no menor fue inmensa densidad población del país donde tenía que atravesar decenas de kilómetros de zonas urbanas. Japón es conocido por la cultura del respeto, semáforos incluidos, entonces a pesar que no hubiera ningún peatón o vehículo a metros a la redonda, me sentía con la obligación de respetar sus reglas durante los largos minutos que duraban, en contra de los que me decía mi espíritu latino. “Cuando a Roma fueras, haz lo que vieras”, ha sido una de las reglas de oro de mi viaje. Quizás lo único que sí me demoraba pero que lo disfrutaba era que a cada par de kilómetros había algún lugar especial o histórico que recorrer. Como en pocos lugares del mundo, a una proporción incluso mayor que en Europa, los jardines donde pasaron emperadores, sus templos o jardines que parecen sacados del pincel del más hábil pintor, estaban distanciadas unas de otras a pocos kilómetros, y era obligación dejar a Libertad (dejarla literal en la calle, sabiendo que el riesgo de que la robaran era prácticamente nulo) a empaparme de su arquitectura e historia.

El pedaleo hacia Tokio lo hice asumiendo que alcanzar 120 kilómetros o más era imposible ya que casi todo era ciudad. En un momento intenté ocupar Japón como un campo de entrenamiento para Australia, como una prueba de resistencia haciendo la mayor cantidad de kilómetros en pocos días, pero las condiciones en ambos países son totalmente distintas, desde la geografía hasta la inmensa cantidad de ciudades que frenaban mi avance. Rápido asumí que usarlo de entrenamiento para Australia no tenía mucho sentido, así que preferí darle un sentido más de paseo. Ingresé, cuando el tiempo me lo permitía a la mayor cantidad de pueblitos en sus montañas, donde la lluvia me mojó gran parte de mis cosas. Mis alforjas a estas alturas estaban llenas de hoyos, pero me reusaba a cambiarlas por el simbolismo de terminar con las mismas que comencé; estas alforjas rojas son como las ropas de Libertad.

En las montañas vive ya una cantidad ínfima de la población, pero siempre estos lugares me sirven para hacerme una idea de cómo ha vivido la gente por años y de sus costumbres. Estas áreas, en prácticamente todo el mundo, son los últimos bastiones de las tradiciones. Otra de las lecciones que aprendí de Islandia es el carácter único de las personas que viven en las islas. Aplica en prácticamente cada isla-nación que conocí al tener considerablemente menos contacto con sus vecinos, pero su particularidad está llevada al extremo en este país. Su comida, costumbres, idioma y forma de relacionarse me hicieron ver el error que casi cometo al no visitar este país. Quizás lo único que lamento es el que en el país se hable tan poco el inglés, una rareza considerando lo desarrollados que son. Tenía tantas preguntas sobre sus costumbres que quedaron sin respuestas.

Si bien había una barrera importante con los japoneses (no solo lingüística) hacían todo lo posible por ayudarme. Son la nación más cordial y respetuosa que conocí, con sus reverencias y “konichuguá” con un tono tan característico alcanzando una entonación alta al final. Recuerdo muchas situaciones en que pasé a llevar a alguien sin querer o que no funcionó mi tarjeta de crédito y eran ellos los que me pedían disculpas a mí, dejavú instantáneo de Canadá. Sin embargo, me pasó algo parecido a lo que viví en Canadá, existe una barrera que prácticamente no existe con el latino o el africano, son tremendamente “empaquetados”.

Luego de 7 dias ininterrumpidos de pedaleo llegué a la base del monte Fuji, en la ciudad del mismo nombre. Pero, tal como me ocurrió en Kenia al intentar ver el Kilimanjaro, una espesa niebla cubría todo. Intentaba tener como consuelo el hecho de haberme metido por tanto pueblito y conocer el Japón profundo para llegar acá, pero en el fondo me daba bastante tristeza el hecho de no poder verlo. Con pocas esperanzas de ver la famosa montaña (para la tradición oral del país tiene una importancia tremenda) me propuse rodearla, intentando al menos ver su ladera. Me encontré en el camino el bosque de Aokigahara, también conocido como el bosque de los suicidios y recorrí parte de sus senderos. Mientras la niebla, cada vez más espesa no me dejaba ver más que un par de metros, se puso a llover. El bosque, al contrario de lo que pensaba, no es en lo absoluto lúgubre, sino que entrega una inmensa paz y un silencio único, quizás algunas de las razones por las que tantas personas de Japón deciden poner acá fin a sus días. Al salir por el norte de la montaña, cansado y mojado, y casi de milagro, la lluvia hizo que niebla cediera y al mirar hacia el sureste, casi de casualidad, me mandé un frenazo al ver sin querer, por fin, el monte, quizás el punto geográfico más importante del país. Otra cosa que me puso muy contento esos días fue el sentir que por fin había recuperado las piernas a un estado previo a la pandemia. Volví a poder soportar días enteros sin necesidad de descansar y alcanzar velocidad promedios de 25km/h en la planicie durante largas horas, tal como en el 2019. Esto último muy necesario considerando que los últimos 2 grandes desafíos que me quedan, Australia y la Patagonia, serán muy demandantes con mis piernas.

Luego de 8 días llegué a Tokio, la ciudad más poblada del mundo. Me detuve en Fuchū, una de las primeras comunas de esta inmensa conurbación. Como celebración por llegar a su capital, me fui de fiesta con unos colombiano y español que conocí al centro de la ciudad. Volví al hotel a las 6am. Pero creo que celebré antes de tiempo, ya que los últimos 30 kilómetros, hasta el kilómetro 0 de Tokio, pedaleando en el área urbana más densa hasta ahora, con una resaca tremenda y sin sueño, fueron los más duros de Japón. Al llegar al kilómetro 0 y por fin llegar, casi arrastrando la bicicleta al nuevo hotel -ya en centro de la ciudad- me di cuenta que me había equivocado y había reservado uno a varios kilómetros de ahí. Tal como cuando llegué y me equivoqué de aeropuerto. Cerré el ciclo de pedaleo en Japón planteándome los dilemas de mi viaje, como es posible que siendo tan olvidadizo -y pelotudo- este ad portas de darle una vuelta al mundo, pedaleando -y perdiéndome- por los lugares más recónditos del planeta y termine vivo para contarlo.

Mis últimos días en Tokio fueron de descanso. Creo que nueve días es el tope en que ya no mis piernas -como en Kazajistán- sino mi cabeza, empiezan a rechazar la bicicleta y necesitan un descanso. Juan y Ernesto, colombiano y español que conocí, me hicieron volver a tener esa conexión humana que con los japoneses me fue casi imposible. Juan me hizo notar que, al hablar de mi viaje, todo lo hacía recordando algo del pasado, incluso mis apuntes son en gran parte referencias en común a algún episodio en algún otro país. Y no es que los días me se repitan o se me acaben las experiencias -absolutamente cada día es diferente y puedo recordar con poco esfuerzo cada día de ruta desde el 2016- sino que ahora que el viaje empieza a llegar a su fin me empezó a llenar un sentimiento de nostalgia de lo que han sido el viaje de mi vida, pronto a terminar. Esa misma nostalgia que Carolina, una amiga vietnamita, me dijo que daban los paisajes y el carácter de Japón: paz, lluvia y sus paisajes como una mezcla perfecta a medias entre el verde más hipnotizante y el gris más deprimente. Quizás si hubiera sido pintor y tuviera que haber dibujado la nostalgia, tomaría como referencia algún paisaje de Japón.

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