Mi país 100: Japón
Mi plan original
en el 2016, cuando comencé mi vuelta al mundo en bicicleta, era recorrer 58
países. Pero un día, en un bar en los Balcanes, me dijeron que el mínimo
razonable para ser considerada una vuelta al mundo eran cien. Bajo el frío de
la noche y de las cervezas lo tomé como un reto que acepté de inmediato. Pero ya
al día siguiente me estaba arrepintiendo, en ese momento parecía una tarea
titánica que me iba a obligar a tomar varios desvíos de mi ruta original. Cada
desafío aceptado implica mover todos los recursos y mi tiempo en función de la
nueva empresa; el intentar lograr algo que en el papel parece imposible o muy
difícil de realizar, es probablemente el motor que más me mueve no solo en este
viaje, sino que en mi vida en general. Por eso, a medida que fui acumulando
kilómetros y países y la centena de países se acercaba, decidí que el que fuera
el número cien tenía que ser uno especial. Planifiqué a mediados de Asia que el
contador tenía que alcanzar los 3 dígitos justo al terminar ese continente -el más
grande del mundo- en Vietnam. Pero como por distintos motivos decidí quitar
Laos y Nepal de la ruta, el contador en Vietnam sólo llegó a 99. Entonces
Japón, como una civilización en sí misma y en las mismas costas pacíficas no
tan alejado de Vietnam me calzó como la opción adecuada.
Cuando iba aterrizando
en Osaka me di cuenta de inmediato que no estaba llegando al aeropuerto que
había planificado, sino uno a 60 km de mi plan original. “Tan típico en mí”,
pensaba en el momento que el GPS me reafirmaba de mi error sobre el avión y
tenía que reorganizar mi día. Ese mismo día aprendí que 60 km en Japón, unas 2
horas y algo en cualquier otro lugar del mundo, eran prácticamente un día de
pedaleo en un país tan densamente poblado. Era el primer indicio de que Japón
no iba a ser el paseo que había planificado. El estado en el que llegó
Libertad, magullada como la mitad de las veces que es transportada en avión,
fue el segundo.
Al llegar a
Osaka, fueron varias las cosas que me llamaron la atención. Los letreros de
publicidad, los negocios y cualquier cartel que ultrapoblaba la ciudad, estaba
diseñado con enormes tipografías y colores, todos estridentes hasta el extremo.
Pero incluso estando en el centro de la segunda ciudad más grande del país y el
nivel de ruido era comparable a cualquier pueblo pequeño del sur de Chile; no
se me condecía lo que veía con lo que escuchaba. No había bocinazos, gritos ni
gente conversando alto. Y alrededor, ya sea en el aeropuerto, en el metro,
andando en bicicleta o ayudando en labores de limpieza en las calles, la cantidad
de gente de más de 70 años me parecía inverosímil. En más de 100 países no vi
nada igual, pero sentido me hacía ya que sabía que es el país del mundo con
mayor esperanza de vida. A estas alturas lo que más busco en mis viajes es la
novedad, la sorpresa, que un lugar sea diferente al resto. Y claramente Japón iba
a ser un país muy particular dentro de los 100.
Nunca me ha
gustado pedalear los países insulares como un loop, ya que no me causa agrado
del devolverme a un punto en el que estuve antes. Siempre le doy prioridad a
una ruta intentando arribar a un punto A y pedalear hasta uno B, idealmente
conectando las dos ciudades más pobladas del país, como lo hice en Cuba desde Habana
hasta Santiago, o bien al otro extremo de la isla como en el caso de Islandia
(Reijkavik en el oeste – Seydisfjordur en el este). En este caso decidí que
para Japón iba a conectar las dos ciudades más pobladas del país, Osaka y
Tokio. La partida simbólica la realicé desde el palacio Imperial de Osaka, el
punto más emblemático de la ciudad.
La primera
parada, el mismo día que llegué al país lo hice rodeando el río Yodo hasta
llegar a Kioto. Kioto hasta el 1869 era la capital del país, es decir “ayer” en
términos históricos de una nación tan antigua. Por ese motivo decidí perderme
entre sus bosques de bambú, palacios y templos budistas y sintoístas, en una
población dividida entre ambas religiones que -en la mayoría de la población- se
siente más como una tradición que una religión. Luego de haber recorrido
prácticamente todas las grandes religiones y civilizaciones del planeta, la
única “grande” que me iba quedando era el sintoísmo japonés.
El pedaleo se me
hizo bastante más lento de lo que planificaba. Unas de las lecciones que había
olvidado cuando llegué a Islandia es que los vientos, a diferencias de pedalear
dentro las grandes masas continentales, es que impactan con mucha mayor fuerza
desde las costas y su dirección es impredecible. Este viento en contra los primeros días, sumado
al frío y el estado en el que llegó Libertad fueron algunos obstáculos. Pero
otro no menor fue inmensa densidad población del país donde tenía que atravesar
decenas de kilómetros de zonas urbanas. Japón es conocido por la cultura del
respeto, semáforos incluidos, entonces a pesar que no hubiera ningún peatón o
vehículo a metros a la redonda, me sentía con la obligación de respetar sus
reglas durante los largos minutos que duraban, en contra de los que me decía mi
espíritu latino. “Cuando a Roma fueras, haz lo que vieras”, ha sido una de las
reglas de oro de mi viaje. Quizás lo único que sí me demoraba pero que lo disfrutaba
era que a cada par de kilómetros había algún lugar especial o histórico que
recorrer. Como en pocos lugares del mundo, a una proporción incluso mayor que
en Europa, los jardines donde pasaron emperadores, sus templos o jardines que
parecen sacados del pincel del más hábil pintor, estaban distanciadas unas de
otras a pocos kilómetros, y era obligación dejar a Libertad (dejarla literal en
la calle, sabiendo que el riesgo de que la robaran era prácticamente nulo) a
empaparme de su arquitectura e historia.
El pedaleo hacia
Tokio lo hice asumiendo que alcanzar 120 kilómetros o más era imposible ya que
casi todo era ciudad. En un momento intenté ocupar Japón como un campo de
entrenamiento para Australia, como una prueba de resistencia haciendo la mayor
cantidad de kilómetros en pocos días, pero las condiciones en ambos países son
totalmente distintas, desde la geografía hasta la inmensa cantidad de ciudades
que frenaban mi avance. Rápido asumí que usarlo de entrenamiento para Australia
no tenía mucho sentido, así que preferí darle un sentido más de paseo. Ingresé,
cuando el tiempo me lo permitía a la mayor cantidad de pueblitos en sus
montañas, donde la lluvia me mojó gran parte de mis cosas. Mis alforjas a estas
alturas estaban llenas de hoyos, pero me reusaba a cambiarlas por el simbolismo
de terminar con las mismas que comencé; estas alforjas rojas son como las ropas
de Libertad.
En las montañas
vive ya una cantidad ínfima de la población, pero siempre estos lugares me
sirven para hacerme una idea de cómo ha vivido la gente por años y de sus
costumbres. Estas áreas, en prácticamente todo el mundo, son los últimos bastiones
de las tradiciones. Otra de las lecciones que aprendí de Islandia es el
carácter único de las personas que viven en las islas. Aplica en prácticamente
cada isla-nación que conocí al tener considerablemente menos contacto con sus
vecinos, pero su particularidad está llevada al extremo en este país. Su
comida, costumbres, idioma y forma de relacionarse me hicieron ver el error que
casi cometo al no visitar este país. Quizás lo único que lamento es el que en
el país se hable tan poco el inglés, una rareza considerando lo desarrollados
que son. Tenía tantas preguntas sobre sus costumbres que quedaron sin
respuestas.
Si bien había una
barrera importante con los japoneses (no solo lingüística) hacían todo lo
posible por ayudarme. Son la nación más cordial y respetuosa que conocí, con
sus reverencias y “konichuguá” con un tono tan característico alcanzando una
entonación alta al final. Recuerdo muchas situaciones en que pasé a llevar a
alguien sin querer o que no funcionó mi tarjeta de crédito y eran ellos los que
me pedían disculpas a mí, dejavú instantáneo de Canadá. Sin embargo, me pasó
algo parecido a lo que viví en Canadá, existe una barrera que prácticamente no
existe con el latino o el africano, son tremendamente “empaquetados”.
Luego de 7 dias
ininterrumpidos de pedaleo llegué a la base del monte Fuji, en la ciudad del
mismo nombre. Pero, tal como me ocurrió en Kenia al intentar ver el
Kilimanjaro, una espesa niebla cubría todo. Intentaba tener como consuelo el
hecho de haberme metido por tanto pueblito y conocer el Japón profundo para
llegar acá, pero en el fondo me daba bastante tristeza el hecho de no poder
verlo. Con pocas esperanzas de ver la famosa montaña (para la tradición oral
del país tiene una importancia tremenda) me propuse rodearla, intentando al
menos ver su ladera. Me encontré en el camino el bosque de Aokigahara, también
conocido como el bosque de los suicidios y recorrí parte de sus senderos.
Mientras la niebla, cada vez más espesa no me dejaba ver más que un par de
metros, se puso a llover. El bosque, al contrario de lo que pensaba, no es en
lo absoluto lúgubre, sino que entrega una inmensa paz y un silencio único,
quizás algunas de las razones por las que tantas personas de Japón deciden
poner acá fin a sus días. Al salir por el norte de la montaña, cansado y
mojado, y casi de milagro, la lluvia hizo que niebla cediera y al mirar hacia
el sureste, casi de casualidad, me mandé un frenazo al ver sin querer, por fin,
el monte, quizás el punto geográfico más importante del país. Otra cosa que me
puso muy contento esos días fue el sentir que por fin había recuperado las
piernas a un estado previo a la pandemia. Volví a poder soportar días enteros
sin necesidad de descansar y alcanzar velocidad promedios de 25km/h en la
planicie durante largas horas, tal como en el 2019. Esto último muy necesario
considerando que los últimos 2 grandes desafíos que me quedan, Australia y la
Patagonia, serán muy demandantes con mis piernas.
Luego de 8 días
llegué a Tokio, la ciudad más poblada del mundo. Me detuve en Fuchū, una de las
primeras comunas de esta inmensa conurbación. Como celebración por llegar a su
capital, me fui de fiesta con unos colombiano y español que conocí al centro de
la ciudad. Volví al hotel a las 6am. Pero creo que celebré antes de tiempo, ya
que los últimos 30 kilómetros, hasta el kilómetro 0 de Tokio, pedaleando en el
área urbana más densa hasta ahora, con una resaca tremenda y sin sueño, fueron
los más duros de Japón. Al llegar al kilómetro 0 y por fin llegar, casi
arrastrando la bicicleta al nuevo hotel -ya en centro de la ciudad- me di
cuenta que me había equivocado y había reservado uno a varios kilómetros de
ahí. Tal como cuando llegué y me equivoqué de aeropuerto. Cerré el ciclo de
pedaleo en Japón planteándome los dilemas de mi viaje, como es posible que
siendo tan olvidadizo -y pelotudo- este ad portas de darle una vuelta al mundo,
pedaleando -y perdiéndome- por los lugares más recónditos del planeta y termine
vivo para contarlo.
Mis últimos días
en Tokio fueron de descanso. Creo que nueve días es el tope en que ya no mis piernas
-como en Kazajistán- sino mi cabeza, empiezan a rechazar la bicicleta y
necesitan un descanso. Juan y Ernesto, colombiano y español que conocí, me
hicieron volver a tener esa conexión humana que con los japoneses me fue casi
imposible. Juan me hizo notar que, al hablar de mi viaje, todo lo hacía
recordando algo del pasado, incluso mis apuntes son en gran parte referencias
en común a algún episodio en algún otro país. Y no es que los días me se
repitan o se me acaben las experiencias -absolutamente cada día es diferente y
puedo recordar con poco esfuerzo cada día de ruta desde el 2016- sino que ahora
que el viaje empieza a llegar a su fin me empezó a llenar un sentimiento de
nostalgia de lo que han sido el viaje de mi vida, pronto a terminar. Esa misma
nostalgia que Carolina, una amiga vietnamita, me dijo que daban los paisajes y
el carácter de Japón: paz, lluvia y sus paisajes como una mezcla perfecta a
medias entre el verde más hipnotizante y el gris más deprimente. Quizás si
hubiera sido pintor y tuviera que haber dibujado la nostalgia, tomaría como
referencia algún paisaje de Japón.