Asia Central: Parte III (Tayikistán)
Para la mayoría de los sudamericanos, ubicados prácticamente en las antípodas de Asia Central, de este lugar del mundo se sabe poco y nada (y viceversa). Me rendí explicándole a mi familia donde estaba y lo más que logré que recordaran era que por acá pasaba la ruta de la seda. Pero las diferencias entre los 5 países que conforman Asia Central son evidentes para quien los visita por primera vez. Al entrar a Tayikistán lo primero que se nota es que el país es bastante más pobre que sus vecinos -y no es que sus vecinos sean muy ricos-. Luego, el culto al líder de su presidente. Si bien es una característica común por esta zona la falta de democracia, el nivel de idolatría al líder era como de una película parodia. A cada cuadra aparecían las fotos del dictador rodeado de flores, niños o militares. Por último, su lengua. A Uzbekistán o Kirguistán los vi como los hermanos menores de Turquía, compartiendo raíces lingüísticas y culturales. Tayikistán es más bien el hermano menor de Irán, donde prácticamente toda la población habla el tayiko, que es un idioma inteligible con el persa. El ruso, a medida que nos íbamos alejando del norte, iba poco a poco desapareciendo e incluso los niños pequeños no entendían casi palabra de él. Lo que sí no cambió fue la hospitalidad de la gente. En mi primera noche en el país, mientras pedaleaba, me metí sin querer a un terreno que pensé que estaba vacío, pero era un terreno privado. Al despertar, los dueños me vieron, y mientras en USA hubiera significado incluso hasta un balazo, acá solo vinieron a visitarme para ofrecerme comida y preguntarme si necesitaba algo.
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Tayikistán |
Entré al país por el norte, por la única parte del país que no tiene montañas, y a medida que me dirigía hacia el sur, el pedaleo por el país se hacía más y más intenso. En América mi motivación para pedalear era alcanzar a Alexandra en México. En Islandia, tomar el ferry que me iba a llevar a Europa continental. En África, terminar el continente en la costa atlántica durante los 1000 días de pedaleo. Y así, en cada lugar que he tenido que estar en una fecha determinada, he pedaleado con más determinación. En Asia Central, la meta era llegar el 10 de agosto a su capital Dushanbé, ya que Javier llegaba ese día e íbamos a preparar la ruta por el resto del país.
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Samarcandá, Uzbekistán |
Luego de una visita exprés a Samarcanda, en Uzbekistán -donde fui con la excusa de renovar la visa, pero terminé descubriendo uno de los lugares más lindos en los que más de 100 países que conozco- calculé que iba a llegar con un día de anticipación a Dushanbe, probablemente la más soviética de las capitales de Asia Central. Lo único que me “detenía” era la gente. En casi cada pueblo que paraba a descansar se me acercaban y me conversaban por horas. Quizás la parada más interesante se dio el día antes de llegar a Dushanbé. Cuando conversaba con los lugareños acerca de lo mucho que me llamaba la atención el Pamir, las montañas de Tayikistán, el lugar hacia donde me dirigía en la frontera con Afganistán y China, me escuchó Shodi, quien era precisamente Pamir. Me invitó a cenar con su familia y a alojar y no aceptó un no como invitación; considerando que durante los próximos 40 km no había poblado cercano -y ya se hacía de noche- la acepté. Por primera vez, eso sí, logré poner como condición que al menos me dejaran comprar el desayuno. En los 2 meses que estuve en Asia Central perdí la cuenta de todas las veces que me invitaron a comer y era una falta de respeto tanto decir que no como ofrecer dinero a cambio. Quizás por ese bagaje de educación católica culpable, quizás por ese condicionamiento de venir de un país tan capitalista del sentir que hay que retribuir (pagar) por todo o quizás por el simple sentido común de pasar por familias tan pobres que me daban lo poco que tenían, sin poder pagar de vuelta, ya se me estaba haciendo incómodo en extremo seguir aceptando las invitaciones. Terminaba muchas veces inventando excusas para declinar sus invitaciones, pero al final decidí que era mejor estrategia el invitarlos de vuelta. Al menos, mi consciencia quedaba más tranquila. En las casas de gente humilde es donde más a fondo puedo sentir un país. Es donde en último llega la imparable occidentalización y modernización, que, a diferencia de las tesis de Huntington, tengo la convicción que ambas vienen de la mano. Tanto en Chile, como en la primera noche donde me quedé en la casa de un campesino en las afueras de Cobquecura, como en las zonas más remotas de África, es donde por más se mantienen las tradiciones locales. Probé comida típica de la zona y dormí en unas coloridas -pero duras- colchonetas en el suelo.
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Con Shodi y su familia |
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Rumbo a Dushambé |
Shodi no hablaba inglés, pero fui capaz de darme a entender en mi cada vez más en mi cada vez menos tarzanesco ruso. Aprendí mucho de los pamires y tayikos. Vi como sus caras eran diferentes a las del resto de Tayikistán y sus idiomas -así en plural-, ininteligibles con el tayiko. Las conversaciones de centraron en la tranquila vida en la zona. Una de sus grandes penas era que los pueblos pamires eran uno solo, pero con los británicos y rusos entre medio, separaron artificialmente sus pueblos en 3 países, Tayikistán (Imperio Ruso), Afganistán (como país buffer) y Pakistán (Imperio británico). “Tal como lo hicieron el África, querido Shodi”, le dije, explicándole los casos de Angola, Kenia y prácticamente la totalidad de África, que se repartieron europeos con reglas, escuadras y líneas rectas, sin considerar que pueblos quedaban divididos a lado y lado de la frontera. Y cuando se crean estas fronteras artificiales, he visto como los pueblos em piezan a divergir entre ellos. La cultura e incluso los acentos cambian. Lo vi entre los palestinos de Gaza y Cisjordania, entre los coreanos del Norte y del Sur en el 2014 y entre hermanos de tribus en varios países de África. Él hace algunas décadas me decía que era viable pasar hacia Afganistán o Pakistán caminando, pero ahora eso significaría ser disparado por algún guardia fronterizo. “Y si es riesgoso para un pamir, en tu caso ni lo intentaría”, cuando le pregunté medio en serio medio en broma que pasaba si cruzaba a Afganistán sin visa, por el corredor del Wakhan. Al día siguiente, con un día de anticipación, llegaba a Dushanbé a encontrarme con Javier.
En Dushanbé planificamos los últimos detalles con Javier y
nos dedicamos a la burocracia del viaje, como el permiso para acceder a la
región autónoma y políticamente conflictiva del GBAO, donde nos dirigíamos.
Este fue el único de los permisos que sí pude obtener. Fueron días donde tuve
que afrontar la realidad que Murghab iba a ser mi último destino en el país, en
mi ruta hacia Pakistán. Mi plan A, de obtener una visa de tránsito para
pedalear en el lado chino los 100 km que separan a Tayikistán con Pakistán chocó
con la realidad que no solo obtenerla iba a ser una misión imposible, sino que
la misma frontera física estaba cerrada a todo tránsito. Mi plan B, el casi suicida,
de cruzar Afganistán se topó con la realidad que, luego de la toma del país por
parte de los talibanes, las fronteras en el país estaban cerradas y altamente
militarizadas. Devolverme hacia Kirguistán tampoco era posible, ya que la
frontera con Kirguistán estaba aún cerrada por la guerra entre ambos países. En
Dushanbé tuve claro que iba a tener que volar desde Murghab (en el lado tayiko
de la frontera chino-afgana) hacia Sost (en el lado pakistaní de la frontera),
separados por apenas 100 km en lo que iba a ser el cuarto pedazo de tierra que
iba a tener que saltar en avión, luego de tapón del Darién en Panamá y Colombia
-único punto donde se corta la Panamericana-, Siria, por estar en plena guerra
civil y Sudán, por ser rechazado en la frontera al haber visitado Israel.
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Ya, por fin, en las montañas |
Mi mayor miedo en ese entonces era la capacidad física de Javier y la velocidad a la que era capaz de ir. De broma la decía que iba a ser como su sherpa, ya que iba a cargar la mayoría del peso, estar a cargo de la parte técnica, las rutas, etc. He pedaleado en muy pocos países con alguien más ya que me gusta ir a mi ritmo, rápido a veces, otras más lento, con paradas más o menos largas dependiendo de mi estado de ánimo. Tampoco he pedaleado tantas veces acompañado, lo he hecho en apenas 8 de los casi 90 países pedaleados que llevaba a la fecha. Afortunadamente noté a los pocos días noté que esto no iba a ser problema, íbamos casi a la misma velocidad y solo se me quedaba atrás en las bajadas, ya que no estaba acostumbrado a mantener el equilibrio sobre la bicicleta.
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Con Javier en una de las tantas veces que nos invitabán a "tomar un té" |
Javier hablaba mejor ruso que yo, por lo que también me servía como traductor cuando no entendía alguna palabra y me permitió tener conversaciones más profundas con los tayikos que una y otra vez nos invitaban a sus casas a tomar té -que nunca terminaba en solo un té-. La pregunta que más se repetía era por qué no estábamos casados; no les cabía en la cabeza como dos hombres en sus treintaitantos seguían solteros. En estos países, principalmente musulmandes, el matrimonio es casi una obsesión. De broma pensábamos varias veces en decirles que sí estábamos casados, pero entre nosotros. Las ganas de decirlo no superaron el miedo de ser golpeados, insultados o, en el mejor de los casos, echados de sus casas.
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Las imágenes del dictador, con niños, flores o en posturas evocando épica, casi todas rozando el ridículo, están desperdigadas por el todo país |
Con los días fui notando la primera gran diferencia con Javier. Él quería planificar absolutamente todo, sabía incluso, casi exactamente, en cuantos kilómetros estaba asfaltado o cuales eran los poblados donde abastecerse. Incluso traía los mismos objetos inútiles que traía yo al principio del viaje. “Javier, te puedo firmar que ese filtro de agua no los vas a ocupar jamás”, en referencia a un incómodo y poco útil filtro de agua, de la misma marca que estuve transportando desde Chile hasta África y ocupé exactas cero veces. Pero lo entendía. Pedalear con Javier era como un juego de carreras que tuve de niño (“Mario Kart”) donde había un fantasma que era una réplica de tus carreras en el pasado y corría junto a ti. Él era ese “fantasma” del pasado, con la misma obsesión por la planificación y equipamiento que tenía en el 2016. Me demoré un tiempo en que esa obsesión se me quitara y empezar a disfrutar de lo inesperado; no le podía pedir a Javier lo mismo en su primer viaje, así que, a pesar que me dolía el estómago el exceso de planificación me era interesante revivir flashbacks del inicio del pedaleo, como pedaleando con una versión mía pero de 6 años atrás.
Decidimos irnos por las montañas, camino más duro pero más
lindo. Luego de cuatro días de fuerte pedaleo, donde dormimos en un pueblo que
nos hacía recordar a Corea del Norte por sus anchas avenidas, pocos autos y
fotos en cada esquina del líder y otro día al lado de un mezquita, llegamos al pueblo de Qalai Khumb, con Afganistán apenas al otro lado del río.
Mi obsesión con ese país no hizo más que crecer al tenerlo a mi derecha (al sur),
pedaleando por la frontera durante varios días seguidos. Tenía al país
inconquistable a tan pocos metros, con sus niños saludándonos desde su ribera,
hombres en rústicas motocicletas y haraposas vestimentas y apenas 2 mujeres en
varios días de viaje, obviamente en sus casas y cubiertas hasta el suelo. Pero
sin poder ingresar. Si antes de este viaje Afganistán era mi obsesión, ahora,
sin poder entrar, lo tengo como meta a cortísimo plazo luego de terminar esta
aventura en bicicleta.
Durante los duros días de pedaleo en la frontera
tayiko-afgana, hacia Murghab, me parecía “gracioso” que nuestros estados de
ánimo eran tan disímiles como cambiantes, al ritmo de dos ondas desfasadas casi
con exactitud entre sus picos y valles. Javier quería mandar todo al carajo en
un momento; en nuestra llegada a una parada de camioneros (único lugar en
varios kilómetros para dormir) nos tocó la noche y una ventisca de arena que
nos separó detuvo por largo rato. Llegué solo y Javier no aparecía, no era
ninguna gracia que se me perdiera en un lugar así, a pocos metros de los
talibanes y en un camino horrible entre camiones, noche y arena. Luego de
esperar un buen rato, mientras caminaba hacia los militares para ir a buscarlo,
apareció mi amigo caminando junto a su bicicleta. Fue el susto más grande que
he tenido el viaje donde no he sido el involucrado directo. Curiosamente, horas
antes, le había comentado a Javier de una versión modificada de la Ley de
Murphy (“si algo puede salir mal, saldrá mal”) que aplica a las largas jornadas
de pedaleo: “si algo puede salir mal, saldrá mal en la última hora de pedaleo”.
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Vistas de Afganistán, con milicias talibanes al lado de la nueva bandera del país (la blanca talibán) flameando en todo su esplendor. |
Pero al día siguiente me tocó a mí estar en la parte baja de la ola, me enfermé mal del estómago (tal como Javier días antes y prácticamente cualquier foráneo en estas tierras). Ya no era solo la diarrea de semanas que inició tan pronto llegué al país y no se acabó hasta que puse un pie fuera de Tayikistán, sino que el dolor de estómago pasó a ser más fuerte e intolerable en un momento, incompatible con el esfuerzo físico. Tuve que parar bajo un árbol a descansar e intentar recuperarme y le dije a Javier que siguiera solo, que ya lo iba a alcanzar. Luego de unas horas tirado en el pasto seguí a duras penas. En ese camino, nuevamente solo, con cara de muerto y deshidratado, era incapaz varias veces de subir pedaleando una simple loma. Varias familias, al verme así, me pararon en el camino y me invitaron a sus casas, a tomar algún té, agua o -muy importante- usar su baño. Nos reencontramos en Khorog, yo algo más recuperado, y ahí decidimos terminar el país por la ruta menos tortuosa, directo por las montañas hacia Murghab; nuestro plan A era irnos vía el Wakhan, pero nuestros cuerpos ya habían sufrido suficiente. Con el paso de los días le empezamos a tomar una especie de rechazo al país y queríamos terminarlo lo antes posible. Me era muy gracioso escucharlo echando malas palabras en su acento español, contra el clima, el país, las rutas la comida. Al menos aprendí varias palabras nuevas para insultar. Imagino que a él le pasó lo mismo cuando era mi turno de estar en la parte baja de la ola.
Una de las pocas cosas que lamento al ir solo es la cantidad
de cosas que pasan por mi cabeza y luego se me olvidan. Un concepto que había
inventado en el 2016, en mis largas horas hablando conmigo mismo, se llama el “Síndrome
Perú”. Javier me lo recordó cuando me dijo que ya no sabía si íbamos subiendo o
no. El Síndrome Perú pasa al estar constantemente en las montañas, perdiendo la
referencia de la planicie. Si bien, matemáticamente la mitad del trayecto se
hace cuesta arriba y la otra cuesta abajo, el tiempo de pedaleo efectivo se
hace solo cuesta arriba (hacia abajo, se deja simplemente ir la bicicleta y la
gravedad hace su trabajo). Entonces, con los días, las piernas se acostumbran a
una constante pendiente hacia arriba. Esa pendiente pasa a ser lo nuevo normal
-lo “plano”-, se pierde la referencia de la verdadera llanura. Es, sin embargo,
positivo. Las subidas no se sientes como tales, sino como lo normal, y la
verdadera planicie se siente como un regalo caído del cielo, como si fuera una
bajada.
La última parte fue la más tortuosa pero por lejos la más
bonita del viaje. Las vistas, pasando a veces los 4.000 sobre el nivel de mar
me recordaban al altiplano boliviano por la vegetación que solo aflora sobre esa altitud y clima, uno de los
paisajes más hermosos en lo que va de viaje. Esa parte del país, alejada de
todo centro urbano importante depende exclusivamente de los visitantes y es de
las zonas más pobres del país. Si bien estábamos maravillados con las vistas y
la naturaleza, en los temas prácticos, al estar tan alejados, nos afectaba en
que era muy difícil abastecernos con algo que no fueran galletas o pan. Al
llegar a algún pueblo era una verdadera carrera contra el tiempo de recorrer
todo alrededor buscando víveres. Hastiados del pan y las galletas, encontrar,
por ejemplo, leche condensada, era como un regalo caído del cielo. El agua era
otro tema, donde las personas que nos acogían nos ayudaban a hervir agua o
bien, si de milagro encontrábamos un par de botellas, las llevábamos todas.
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Cada vez que parábamos a alojar en alguna casa, los lugareños nos ayudaban a abastecernos |
En la última parte del Pamir, nos tocaba el paso de montaña
final, sobre los 4.000 metros, para llegar a Murghab, al lado de la frontera con
China. Desde ahí la ruta se nos hizo más fácil y cuesta abajo. Salvo por un
incidente menor. A poco de pasado ese paso, veo de la camioneta que va adelante
mío empieza a salir de la ventana un rifle y empieza a disparar. Por un segundo
me acordé de un par de turistas holandeses que fueron asesinados por fanáticos
religiosos en el 2018. Quedé congelado, pero a los segundos veo que eran
militares que le estaban disparando a un lobo. Estábamos en un lugar peligroso
y nos recomendaron pedalear rápido. Si bien siempre Javier se quedaba atrás,
creo esa bajada en particular fue la que donde menos lo tuve que esperar.
A medida que nos acercábamos a China las pieles de la gente eran
más oscuras y los rasgos más parecidos a los chinos. “Se parecen mucho a los
tibetanos”, me hizo ver Javier, quien estuvo por esa zona hace unos años. Javier
me hace el comentario de que se sentía “en el culo del mundo”, en el sentido de
estar tan alejado de los centros urbanos. “Pues yo también, Javier”. Le extrañó
que yo pensara eso, habiendo visitado tantos países y civilizaciones. Le
comenté que esta misma sensación la tuve únicamente en las montañas de Lesoto.
A miles de kilómetros de cualquier océano, en unas montañas recónditas, sin
conexión aérea y rodeado de un idioma y cultura tan alejada de la mía. Era apenas la segunda vez, en más de 90 países que me pasaba.
A pesar de estar con llegar con la moral baja por el cansancio y la falta agua y comida, era injusto achacarle eso a la gente del país. Por donde pasábamos nos trataban con el mismo cariño musulmán con el viajero que recibí de turcos, árabes o bosníacos; las condiciones de una zona tan remota hacen que un viaje así sea una aventura durísima. Luego de casi 1.000 kilómetros en el país, por fin llegamos a Murghab y tomamos una cerveza de celebración. Esa era la última cerveza en ruta que me iba a tomar en varios meses, ya que el siguiente país era Pakistán, un lugar en extremo conservador con ese tema.