Kazajistán (Volver)
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3 de julio del 2022. El día que volví a la ruta |
Ya por el 2014 se convirtió en mi obsesión la meta de darle la vuelta al mundo en bicicleta. Pero me fue desde un principio compleja de describir en los hechos. ¿Qué era exactamente darle la vuelta al planeta en una bicicleta? De entrada, no podía pedalear por el agua, que son ¾ de la tierra. ¿Cuántos kilómetros eran los mínimos a pedalear? Y ¿cuántos países? Salí de mi casa el 2016 hasta Canadá con una idea más bien vaga de lo que quería y poco a poco le fui dando forma. El número de países lo daba “al ojo” en unos 50. Pero fui estimando que el mínimo que un proyecto así requiere, eran al menos la mitad de los países del planeta, 100 países redondeando hacia arriba. ¿Y los kilómetros? Esa quizás era la única certeza que tenía, los 40.075 km, que eran el perímetro del Ecuador, la distancia más larga con la que se puede abrazar la tierra. Pero algo le faltaba. Al principio no tenía contemplado Australia, por ejemplo, y Asia lo pretendía comenzar en un punto casi al azar, en India. Decidí entonces que, como última meta, tenía que cruzar cada continente, desde el país en el extremo de una dirección cardinal hasta la opuesta. Desde Chile (el más al sur) hasta Canadá (el más al norte), por las Américas. Desde Islandia (al noroccidente) hasta Turquía (al suroriente) por Europa. En el caso de África, si bien la idea era de Egipto hasta Sudáfrica, luego de ser rechazado casi a patadas en la frontera con Sudán, me las ingenié para darle una solución al problema: también podía cruzar un continente desde un océano hasta el siguiente. En el caso africano, desde Mombasa, Kenia (océano Índico) hasta Walvis Bay, Namibia, en el Atlántico; de este a oeste. Cuando me tocaba Asia, en un intento de hacer la ruta lo más larga posible, partiendo desde el punto más occidental de Eurasia, elegí como punto de partida Lisboa, Portugal, en el océano Atlántico, pensando en llegar hasta Tianjin, China, en el Pacífico. Creo que en los 2 años y medio de Pandemia en los que tuve mucho tiempo para pensar en lo que fue y sería el viaje, llegué a la conclusión que extenderme a esa parte del mundo, pedaleando la mayor parte en Europa no agregó nada muy de valor al viaje (con la excepción de Marruecos y Túnez) más allá de unas buenas vacaciones y unas decenas de países. Si no lo hubiera extendido así y hubiera partido desde, por ejemplo, Georgia, el tiempo que hubiera ganado me hubiera permitido quizás ya haber terminado la vuelta al mundo o al menos llegado a la última etapa en Chile antes que la pandemia detuviera el viaje por largos dos años y medio. Pero extenderlo, además, me hizo llegar a la estepa kazaja ya casi en invierno, lo que lo convirtió en una tortura.
A principios del 2022 mientras iban bajando las restricciones a nivel mundial de la pandemia, luego de seguir día a día obsesivamente las noticias de Kazajistán para ver cuando abría el país (y sus
vecinos), en febrero de ese año llegó la noticia que había estado esperando por tanto tiempo: las fronteras estaban nuevamente abiertas. El nuevo problema era que,
otra vez, el país estaba en invierno. Como no iba a cometer dos veces el mismo
error de diciembre del 2019, cuando casi me congelé, planifiqué la partida para
la primera semana de julio, en pleno verano.
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El reencuentro con Libertad |
Luego de 4 meses esperando julio, viajando por el mundo sin Libertad, aterricé a fines de junio del 2022 en Astaná, la capital de Kazajistán, donde me estuvo esperando 30 meses mi compañera de aventuras. Tan pronto aterrizó el avión partí a la casa de Aigul (traducido literalmente como Flor de Luna), una kazaja quien fue la última persona en cuidar a Libertad. Sin extenderme mucho, ella fue de las personas más increíbles que conocí en el viaje y gracias a quien conocí tanto de la cultura kazaja. Lo primero que vi fueron las alforjas. Abrir cada una era la sensación de cuando llega un paquete a la casa de algo que uno compró algo hace meses por internet y lo había olvidado por completo. Zapatillas que había dado por perdidas, polerones ultraligeros y un largo etc. Todo muy funcional, pero al mismo tiempo (sumado a la cantidad de equipaje que ya llevaba), mucho peso extra. Al ver a Libertad, sin embargo, sentí una extraña mezcla de felicidad y tristeza. Estaba destrozada, con varias piezas oxidadas y rotas. La última parte del viaje (entre Chechenia y Kazajistán occidental), con caminos de tierra, corroída por la nieve y óxido, la había dejado con necesidad de una cirugía mayor. La solución lógica (tanto funcional como económica) hubiera sido una bicicleta nueva, pero esa idea jamás se me pasó seriamente por la cabeza. A “la más fiel”, como le decía mi abuelo, le tengo un cariño especial y quería empezar y terminar la vuelta al mundo solo con ella.
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El técnico ruso dejando a Libertad como nueva |
En Kazajistán hay una broma que básicamente significa, si quieres un trabajo bien hecho, debes mandárselo a un ruso. Y en menos de 12 horas, un técnico ruso, vecino de Aigul, ya estaba revisando cada pieza de mi bicicleta. Siempre que llevo a Libertad luego de varios miles de kilómetros, me miran con cara de “que pedazo de animal eres para dejar una bicicleta así”. A veces les explico del viaje, otras, prefiero no emitir comentario, pero cuando le expliqué al técnico en mi quebrado idioma ruso, sin apenas responderme, me dejó claro que me comprendía y la iba a dejar como nueva. Y, al menos funcionalmente, quedó como recién salida de la tienda. Estéticamente, sus heridas me gusta verlas como parte del envejecimiento natural. Porque las bicicletas no envejecen no con los años, si no con los kilómetros, y con más de 40.000 a cuestas, sus manchas, rayones y piezas resquebrajadas, las imagino como si fueran las arrugas de la piel. Los primeros metros que recorrí con ella, para probarla, la sentí tan ligera como el primer día, cuando me daban ganas de gritar “Libertad” mientras pedaleaba (de ahí su nombre). Ella estaba mucho más lista para partir que yo. Había que planificar la ruta, una de mis partes favoritas, donde creo que debe ser una sensación parecida a la que siente un artista que se pone frente a un paño en blanco, listo para plasmar sus ideas en algo concreto y tangible. Yo, además de las ideas, plasmaba mis sueños en ese mapa.
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Las 3 opciones para cruzar Asia |
Para terminar Asia en el océano Pacífico me quedaban 3 opciones, por el norte (Rusia, hasta Vladivostok), por el centro (China) y por el sur (vía Kirguistán, Uzbekistán, Tayikistán, Pakistán, India, Myanmar, Tailandia, Laos y Vietnam). Vía China era ya imposible. El país lleva cerrado desde febrero del 2020 y por más que moví cielo mar y tierra con mis contactos en el país, se me hizo imposible conseguir una visa. Me quedaban dos alternativas, una más lógica, corta y de fácil burocracia (Rusia) y otra mucho más complicada, con más fronteras (al menos 10) y con más logística involucrada -visas, permisos, PCRs, etc-. Reflexionando seriamente sobre mis dos opciones, la invasión a Ucrania fue la cargó la balanza. Me negué a ayudar con la compra del pan y del agua la masacre a un país donde tengo amigos y conocidos, donde se ha violado lo más sagrado en los ideales liberales, democráticos y del derecho internacional en los que creo. Por descarte, elegí la ruta más larga y compleja, por el sur. Si soy sincero, en el fondo me sentí contento con tener un desafío mayor, no solo por pedalear más, sino porque me gusta mucho la logística de los viajes, visitar embajadas y consulados, que también es una parte de viajar y conocer. Así, la ruta ya tenía trazada y Libertad estaba lista. No había más tiempo que perder.
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Todo lo necesario para darle la vuelta al planeta sobre una bicicleta |
El 3 de julio del 2022 fue el día D, el día en el que me despedí con una tristeza, que pocas veces recuerdo, de Astaná, rumbo sur hacia Kirguistán. La ciudad y su gente me enamoró de una manera muy especial y fue donde estuvieron mi mente, mi corazón y mi bicicleta por 30 meses. La sensación de ese día la recordé tan idéntica al 11 de junio del 2016, cuando empecé la aventura; solamente faltaban mis dos abuelos en la puerta despidiéndome. Mi cuerpo sintió -físicamente- exactamente lo mismo en ambos días: “en qué te estás metiendo Carlitos, ¡esta bicicleta es demasiado pesada!”. Y claro, en ambos días, no había probado a antes Libertad con todo el peso. Y por la cabeza pasando mil cosas a la vez, un miedo tremendo a lo que venía, miedo a fracasar, pero a la vez, la esperanza de cumplir el mi sueño de vida. Así cuando el odómetro empezó a marcar los primeros kilómetros, sentí como el sueño se acercaba a pasos de hormiga. Pero se acercaba.
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Por el exceso de peso y enganches rotos, al primer día se rompió la parrilla. Tuve que sacrificar unos adaptadores de la carpa para que soportara hasta Karagandá. |
Esa noche llegué a duras penas a Osakarovaka, apenas a 106 kilómetros de Astaná. Dicen por ahí que una vez que se aprende a andar en bicicleta, no se olvida más. Pero yo, de cierta manera, sí lo olvidé en estos dos años y medio. No me refiero a moverme un par de kilómetros, sino que olvidé lo básico de viajar en ruta. Los primeros días de pedaleo fue volver a aprender. Olvidé cosas pequeñas, como volver a conocer cuánta agua necesito para no sobrecargar a Libertad según la ruta. La mayor parte del peso era agua al comienzo. Olvidé lo que era el concepto -tanto metafórico como literal- del viajar ligero. Cuando comía en uno de esos “Askhana” tan soviéticos, conocí a Igor, un ruso que pedaleaba de vacaciones. Llegamos a Karagandá, lo ayudé a subir su bici, y cuando era el turno de la mía, era como levantar rocas, entre los dos a duras penas la subimos. Llevaba una cantidad inmensa de cosas inútiles de las que me empecé a deshacer de a poco. Olvidé dosificar la energía. Los primeros días pedaleaba como si no hubiera un mañana y los últimos kilómetros eran una tortura, como lo fue ese 3 de julio. Pero quizás lo más importante que olvidé, es el entrenar la mente. Al pasar tantas horas en la ruta la cabeza viaja cien veces más rápido que Libertad. Recuerdo que me tomó en el 2016 un par de meses entrenar los pensamientos para controlar la ansiedad (el recurrente “cuánto falta”, “que me duelen las piernas”, “que me duele el culo”, “falta taaaanto para dar la vuelta al mundo”), dejar de pensar en la meta y en las horas que quedan, y disfrutar el viaje.
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El viento. A veces mi mayor amigo, a veces mi mayor enemigo. |
Cuando comencé, hace ya largos 6 años, nunca decía a quién
me preguntaba que estaba dando la vuelta al mundo, simplemente decía que iba a
Canadá. Esa era meta más grande que quería pensar. Y así, dividía cada ruta en
submetas, algunas intradiarias. Ahora, con dos años enfocado solo en los
negocios y la mente que se volvió a acostumbrar a buscar resultados inmediatos,
el sentimiento que predominaba era la frustración al ver que faltaban tantos
kilómetros para terminar el día, y tantos meses para terminar la vuelta al
mundo. “¡Que poco que avanzo!”, era lo que pensaba a cada rato. Así que el trabajo
más duro por esos días fue volver a controlar la ansiedad. La meta
"final" que tenía en mente no es dar la vuelta al mundo, e intentaba
solo pensar en ella cuando me preguntan los kazajos -varias veces al día- a
dónde voy. A Vietnam digo, ahí donde se acaba Asia para mí. Y en lo único que
intento enfocarme es en las metas horarias y diarias. Mi satisfacción y
motivación dejó de ser imaginar el momento en que termine la vuelta en mundo en
bicicleta, sino imaginar la dulce sombra de un árbol al alcanzar las 2 horas de
pedaleo, imaginar ese chocolate kazajo de las 3 horas y la gran recompensa del
día es pasar una noche bajo las estrellas, en mi carpa, esa en la que no dormía
hace ya años.
Luego de un par de días de ruta, volviendo a dormir en mi carpa (y con dolor de espalda al principio por la falta de costumbre), llegué a Baljash, 600 kilómetros al sur de Astana. Esta era la última ciudad grande donde abastecerme. Era la puerta de entrada a la estepa pura y dura, con poblados separados a días enteros de pedaleo. Si bien siempre planificaba la ruta pensando en las elevaciones y distancias, ahora quien iba a determinar mi destino era el viento, tan cambiante como mi ánimo sobre Libertad. En un día podía tener tres de las cuatro estaciones, con un sol de verano donde veía que en pocos kilómetros al frente, había una lluvia torrencial. Me imaginaba, sumarle a todas estas dificultades, intentar esto en invierno como lo intenté en el 2019 y me daba risa lo mucho que me sobreestimaba; creo que después de la tormenta de nieve que me enterraba en Albania, las experiencias en África y las rutas en Chechenia y Kazajistán el 2019, se me fue quitando el instinto suicida.
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Con Igor, bajo la enésima lluvia. |
Si el viento me daba en la cara, no podía pedalear a más de 10 km/h -si es que acaso podía pedalear-, pero si tenía la suerte que me diera en la espalda, llegué a hacer 40 kilómetros en una sola hora. Lo más frustrante de esta etapa era que mi avance estaba en un 80% fuera de mi control. En rutas largas, me puedo despertar a las 4am y planificar el día anterior las paradas, comidas y puesta de sol, para alcanzar la siguiente ciudad. En rutas en montañas, intento controlar el peso, darles un buen descanso a las piernas y fijarme una meta alcanzable que sé que voy a lograr. Pero en la estepa, el viento importaba más que las muchas o pocas ganas que tuviera de pedalear. Ese hecho jugaba mucho con mi cabeza, me frustraba demasiado, ya que lo único que quedaba por hacer cuando había ráfagas, era darles un descanso a las piernas y rogar que amainara un poco el viento. A falta de árboles (en 4 días seguidos no vi ninguno), mis dos paradas favoritas eran los grandes letreros de señalización vial, donde improvisé una especie de carpa para obtener sombra con la bicicleta y las alforjas, y los “Askhana” (cantinas, en kazajo), que eran como un oasis en el desierto. Acá mataba cuatro pájaros de un tiro: me podía abastecer, descansar, practicar mi ruso y tener contacto humano. Estaba en uno de los lugares del planeta con menor densidad humana (<2/km2, como la Amazonía, el norte de Canadá o Siberia) y bien que me hacía falta algo de comunicación. Las preguntas de los camioneros kazajos ya me las sabía de memoria y las recitaba, en ruso, como un musulmán que no habla fluidamente el árabe recita el Corán. Las únicas veces que no supe qué decir era cuando (como después descubrí) me habían preguntado si había visto fantasmas -creo que nunca me había hecho esa pregunta- y la pregunta que incluso en español me es difícil de responder: “¿Pachimú?” (Por qué). Por qué estaba haciendo esto. Creo que de cierta forma, también había olvidado la respuesta a esto.
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La estepa. Hermosa, pero sin árboles ni sombra. |
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En un punto hacía un calor seco de 40°, y apenas metros más allá, empezaba una tormenta. Así fueron las semanas en la estepa, tan cambiante como su viento y mi ánimo. |
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Rumbo a Baljash |
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Los tan soviéticos Askhana |
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Los animales de la estepa |
Luego de varios días yendo hacia al sur, con camellos y caballos como compañía de ruta, promediando 140 km diarios, vi cómo iba apareciendo la otra parte del país. La estepa se había acabado. Lo primero y más evidente, fue que de un momento a otro comenzaron a aparecer árboles. Y de a poco iba sintiendo en las piernas las montañas. El viento ya no tenía tanto campo abierto para soplar y empezó a ceder frente a esos obstáculos naturales. En los Askhana pasé de entender “algo” a no entender nada, por fin escuchaba el idioma kazajo. En esta parte del país, más rural, cerca de sus países vecinos (Kirguistán y Uzbekistán) se habla más el kazajo, el segundo idioma del país, en desmedro del ruso. En la capital y las provincias del norte y oeste, si bien se ve escrito, jamás lo escuché. Conversando con los kazajos, como en muchas otras partes del mundo, la potencia colonial tiende a imponerse mediante la forma más importante luego de la religión: el idioma. Por ese motivo, al hablar kazajo hacia el norte -donde hay más influencia rusa- es visto peyorativamente como “pueblerino”, pero en el sur lo hablan con orgullo, se sienten aún más “chisti kazakh” (kazajos limpios) como lo escuché varias veces en la ruta.
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Rumbo hacia Shu |
Luego de un día de descanso en Shu, a solo 130 km de Bishkek tuve el último día en Kazajistán. Mientras pedí un café a una familia en una Yurta en el camino, no solo me dieron eso, si no que me llenaron el estómago con comidas locales. Solo tuve que decirle que no a la leche de camella, creo que jamás me animaré a probarla. De lo que sí probé, recuerdo uno eran como unas sopaipillas kazajas hechas por Aynur (Rayos de Luna), muy parecidas a las que hace mi abuela. Por 30 minutos me sentí como en mi Chillán. Con la energía suficiente para alcanzar la frontera con Kirguistán, y con uno cada tres autos tocándome la bocina o parando para darme ánimo o un jugo, llegué a mi país número 86. Entre las muchas cosas que había olvidado era lo ligera que se sentía Libertad el día que nos tocaba cruzar una frontera y descubrir otro país.
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Con Aynur y su familia |