Soy Carlos Jeldres Venzano. Ingeniero, Chileno, Chillanejo y fanático de Ñublense. El 11 de junio del 2016 dejé mi trabajo y comencé a perseguir mi sueño: dar la vuelta al mundo en bicicleta. 5 continentes, 5 años y más de 100 países. Bienvenidos al viaje de mi vida

India (Parte I) y Sri Lanka

Carlos Jeldres Venzano - diciembre 01, 2022





Fue probablemente la frontera que más me demoré en cruzar en las más de 100 que llevaba de viaje. Al menos 10 eternas revisiones de documentos, mientras indios y pakistaníes intentaban una y otra vez colarse en la eterna fila. Era otra frontera políticamente “dura” que me habían tocado y que el día anterior había visto, desde el lado Pakistaní, en la ceremonia de frontera. En mis 3 semanas en Pakistán vi como estos dos países tienen una extraña relación de amor y odio, desde los clásicos de Cricket hasta el conflicto en Kashmir, este ceremonia de frontera representaba una metáfora de cómo se llevan los dos países en un constante desafío mutuo.

Por el excesivo papeleo se me hizo de noche y me tuve que quedar en Attari, el primer pueblo indio. Por fin estaba en un país que es, tal China (que me tuve que saltar), o Japón (que me prometí visitar), corresponde a una civilización en sí misma. India es un lugar del que no se puede tener una opinión neutral. Tengo contacto frecuente con viajeros de todo el mundo, muchos que han viajado incluso más que yo, y prácticamente todos concuerdan en que este país, o lo terminas amando u odiando. No hay un punto medio. Esto lo tuve sólo en consideración, haciendo lo mejor por entrar a la India como con un hoja en blanco mental, esperando lo que tuviera que pasar, sin ideas preconcebidas. India era mi país número 95 de la vuelta al mundo en bicicleta.

En el primer día descubrí que iba a tener que negociar por casi todo, cosa que odio. Si ya es duro viajar en bicicleta, y tener que acostumbrarme a idiomas, culturas, tasas de cambio u olores, el sumarle la constante presión de siempre estar a la defensiva al tener que comprar algo es una sensación que no disfruto. En los primeros días en India tuve la misma sensación que, al hacer memoria, tuve al ingresar a Bulgaria, Israel, Ucrania, Montenegro o Kenia: toda la gente alrededor me parecía apática. Y no es que haya algo particularmente distintivo -para mal- de la gente de esta lista de países, sino que Bulgaria lo visité luego de Kosovo, Israel luego de Palestina, Montenegro luego de Bosnia y Kenia luego de Omán. Todos los segundos, países musulmanes. La calidez de estos países con el viajero es tan grande que me terminé mal acostumbrando a su cariño. Por eso, al volver a países no-musulmanes, el contraste se siente de inmediato, pero va menguando con los días. Que somos animales de costumbre es una de mis frases favoritas por lo real. A esa sensación la bauticé como el “efecto Bosnia”, ya que ese fue mi primer país de mayoría musulmana en visitar.

Enfilé rumbo a Nueva Delhi, y a diferencia de prácticamente todos los países de Asia visitados hasta entonces, la ruta se abría en al menos 100 posibles caminos diferentes. No era como Kazajistán o Pakistán donde existían sólo uno o dos caminos para llegar a tal o cual pueblo. Acá, al entrar de lleno en una de las zonas de mayor densidad del mundo, las opciones estaban en el orden de las decenas, ya que las rutas no eran lineales, sino que enmalladas. Decidí hacer lo que había hecho en algunos países de Europa occidental, donde hay cientos de ciclovías: lanzar la ruta más corta caminando en Google Maps y luego cargarla en el GPS. Si bien es la ruta más corta, en ningún caso sirve para ahorrar tiempo, ya que esa ruta me envió por decenas de huellas de vacas, templos Sikh, arenales y áreas rurales, pero me sirvió como excusa para entrar en los lugares más recónditos e inexplorados del país. Fue así como conocí la India profunda. En mis primeros días en la India conocí la religión de los Sikh en algunas de las decenas de Gurwaras que vi y en el par que entré. En aquellas que entraba, ellos estaban felices de enseñarle todo de su religión a alguien tan curioso como yo. Según mi percepción, una religión a mitad de camino entre el hinduismo y el islamismo, como poética y geográficamente descrita a mitad de camino entre Nueva Delhi e Islamabad. También sus vacas, el animal sagrado de los hindúes y quienes son las reinas del lugar, único motivo por el que son capaces de dejar de tocar la bocina, detenerse o desviar el caótico tráfico.

El pedaleo lo hice entre medio de basurales al nivel que vi en Kenia; se me perdía la vista entre botellas, plásticos y lagunas contaminadas de un color verde bastante repelente. Eso jamás lo vi en Pakistán a pesar de tener unas densidades de población parecidas. Las diferencias con su vecino Pakistán empezaron el primer día que puse un pie en el país, las que antes de entrar a ambos países me eran desconocidas. Lo peor, sin embargo, fue la nube tóxica que había comenzado en Lahore (Pakistán) y que iba aumentando a medida que me movía de Oeste a Este. Estuve casi todos esos días con los ojos rojos por el polvo y la toxicidad, no podía ni siquiera cantar sobre Libertad -uno de mis hobbies- ya que se me metían partículas de polvo a la boca. El cielo azul puro no lo volví a ver hasta bien salido el país.

Casi en cada lugar donde paraba a descansar se me acercaban decenas de indios curiosos, que poco sabían de mantener espacio personal, a preguntarme de todo. Y es que en este país la falta de espacio y privacidad está naturalizada. No recuerdo algún tramo pedaleado de más de 500 metros sin haber visto a alguien al lado de la ruta. Justo en esas fechas la India se había convertido en el país más poblado del mundo. Muchas veces me persiguieron por kilómetros solo para saludarme y obligarme a mantener una conversación o entraban a mi pieza sin golpear para conversar conmigo. Ya no hallaba la hora de llegar a Nueva Delhi, mi primera parada, donde como cada ciudad grande quería aprovechar para visitar embajadas, ajustar a libertad, descansar y disfrazarme, por un par de días, de turista. Aunque acá, como en pocos países, lo que más buscaba en su capital era encerrarme y poder estar un poco solo sin gente alrededor preguntándome algo o acercándoseme.

La llegada a la ciudad no fue el caos que pensé que iba a ser en una de las ciudades más grandes del mundo. Era mucho más peligroso pedalear en Sudáfrica, por ejemplo, donde el auto es el rey. Acá transitan todo tipo de móviles, desde bicicletas, tuk tuks pasando por carretas, hasta autos de gama alta. Por este motivo, una bicicleta, por más alforjas que llevara, no les era extraña y sabían maniobrarla. El tráfico, caótico como pocas veces he visto en mi vida, se movía a un ritmo bastante constante, como una danza caótica pero coordinada.

Mientras estaba en Delhi me dediqué a hacer turismo, visitando lugares icónicos de la ciudad. Y claro, visitando el país de esa manera, pasando de hotel a hotel, teniendo fuera del alcance de la vista la pobreza y suciedad del país, es un destino hermosamente único y exótico del que todo turista sale hablando. Lamentablemente no tuve tiempo de apreciar la “espiritualidad” del país -sea lo que sea que signifique eso- ya que estaba ocupado buscando algún tipo de papel que hiciera las de papel higiénico ya que no había en áreas rurales (usan las manos para este fin) en medio de las diarreas de intensidad inédita para mí, que tenía día por medio debido a la falta de higiene de sus comidas. Para ser fieles a la verdad, y a pesar de todo, era quizás la mejor cocina del mundo para mi paladar. Muchas veces sabía de antemano que mi estómago iba a sufrir como nunca, pero varias veces estaba dispuesto a pagar el sacrificio.

Salí de Delhi hacia Agra por rutas agrícolas. En el camino apareció la ciudad de Mathura, de la cual no tenía la menor idea de su importancia hasta minutos antes de ver la cantidad de letreros indicando su existencia. Según su mitología es la ciudad donde nació Krishna, una de las ciudades más históricas del país y uno de los puntos más importantes de adoración, a orillas del río Yamuná. Sus templos eran hipnotizantes por la mezcla de colores de su arquitectura y los vestidos de sus mujeres, los ruidos y los tumultos de gente intentado adorar a sus dioses. Era imposible no quedarse en una esquina mirando lo apasionado de cada fiel al rendir tributo y buen momento para darme cuenta de lo lejos que estaba de mi propia cultura. En Agra vi el Taj Mahal, una de las

Con las pilas algo más recargadas partí rumbo hacia Lucknow, perfectamente ubicado a mitad de camino entre Pakistán y Bangladesh. Decidí darme una motivación extra para alcanzar el “checkpoint” del 50% del país: visitar las islas de Sri Lanka y las Maldivas, 2 de los 7 países del subcontinente indio. Además, ya iba necesitando un descanso no tanto físico como metal en el país y una motivación para seguir pedaleando.

En el sur de Asia (desde Pakistán hasta Bangladesh) decidí viajar sin mi carpa y saco de dormir para ahorrar peso. Es el área con mayor densidad poblacional del mundo - pocas veces vi tanta y tanta gente, logísticamente me traía problemas para cosas tan básicas como parar a comer, orinar o descansar, ya que siempre se acercaba alguien – y pronosticaba que me iba a ser imposible acampar, como efectivamente lo era. Creía que me iba a ser fácil encontrar una “guest house” o alguna pieza de mala muerte para dormir, pero dado que pedaleé por áreas rurales, esto no era siempre fácil de encontrar. En los días hacia Lucknow, en la India más profunda y pobre, hubo días en los que tuve que pedalear durante horas, incluso de noche, para encontrar algún lugar donde descansar. Algo tampoco pronosticaba era que el hecho de viajar sin mi carpa me quitaba libertad de acción. No podía pedalear hasta donde me dieran las piernas o la motivación, sino que estaba obligado a pedalear hasta algún lugar donde pudiera tener una cama. A veces menos de lo que quería pedalear y otras más. Tampoco pronosticaba el hecho que, al estar en una cultura tan lejana, mi carpa era mi casa, mi metro cuadrado, el lugar que lo sentía como mío. Al no tenerla me sentía más extraño en tierras lejanas, más fuera de casa.

Luego de varios días de buen y rápido pedaleo, donde alcancé los 5.000 kms desde que volví a la ruta y empecé a cruzar Asia en Kazajistán, y con todo lo concerniente a la ruta a mi favor (planicies y vientos), llegué antes de lo pronosticado a Lucknow donde me esperaba Amán, ciclista que me alojó y me cuidó a Libertad mientras me fui a tomar mis “vacaciones” en Sri Lanka y Maldivas. Luego de un par de días con él, quien fue mi “diccionario” cultural, explicándome el significado de todas las cosas que vi en la ruta y de la religión hindú, volé hacia las islas del Sur.

Las arduas horas sobre Libertad en India me hicieron llegar a algunas conclusiones. Lo primero es que ya no me interesaba contar a los 7 vientos de lo hermoso de viajar en bicicleta como un pseudo evangelizador. No sé si es porque me estoy volviendo más viejo, pero este viaje cambio más para adentro que para afuera; si alguien me quiere seguir o lo motivo a hacer esto, bienvenido sea, pero ya no lo busco como fin. Muchas veces ni siquiera me desgastaba en comentar de mi vuelta al mundo y simplemente decía que iba de una ciudad a otra, lago casual. Lo otro es que descubrí que para mí la bicicleta es solo un medio para alcanzar la felicidad, no un fin. No me defino como un ciclista y cada vez que amigos o conocidos me introducen como “el ciclista”, me he sentido incómodo. Desde ese momento, decidí que siempre iba a hacer la corrección. Y el viajar tampoco es un fin en sí mismo, sino un medio para alcanzar la plena realización personal de conocer todo lo que pueda de mi entorno (el planeta tierra) mientras tenga la energía para hacerlo. Y, como buen ingeniero, decidí incorporar no solo reglas, sino que objetivos medibles para este fin. Ya no solo quería dar la vuelta al mundo en bicicleta, también me había propuesto hace un tiempo el conocer cada país del planeta. Y, dado que no tengo todo el tiempo del mundo para pasar un año en cada país, hay países en los que estaré un par de meses, otros un par de semanas y otros, solo un par de días, para conocer al menos una pincelada del país. Fue por este último motivo que decidí pasar solo un par de días en Sri Lanka a cambio de un par de semanas en las Islas Maldivas, como recompensa por haber alcanzado la mitad de India.

Al aterrizar en Sri Lanka, lo primero que llama la atención es la mezcla de templos budistas, hindúes, iglesias y mezquitas. Es uno de los países donde más religiones se encuentran. En muchas áreas, de mayoría cristiana, me sentía como estando en Latinoamérica. La influencia portuguesa era evidente por lo que, sumado a la humedad, el calor y la extrema amabilidad de la gente, podía perfectamente sentirme en un barrio de Brasil por sus iglesias y arquitectura o en uno de Malasia, en la cuadra donde estaba la mezquita. Y al preguntar, siempre la respuesta es que viven en paz y tolerancia unos con otros. Y es una verdad a medias. Caminando por Colombo encontré una iglesia que había sido objeto de ataques religiosos (una bomba) hace poco, por fanáticos musulmanes. Tal como lo viví en el Líbano, al indagar un poco más, se cae eso de que todo es "paz y amor".

En todos los países un par de personas se convierten en una especie de “diccionarios” del país, quienes me “traducen” todo lo que a primera vista no entiendo. En este país fue Ruwi, de unos 29 años, y quien me hizo sentir como en casa. A pesar de él casi no había viajado, tenía esa “mentalidad de mundo” con las que me encanta conectar y a los pocos meses de que nos conocimos, ya estaba haciendo su vida en las Maldivas.

De acuerdo a lo que me contó él y otros viajeros, Sri Lanka se parece mucho al sur de India según me han comentado muchos viajeros, un lugar muchísimo más llevadero que el norte del país. Sinceramente, con mi experiencia en el norte no me quedaron muchas ganas de conocer más de India así que tomé esos días como lo más cerca que estaré de conocer de la cultura Tamil. En el par de días que estuve, cuando era hora de partir, me comencé a arrepentir de quedarme tan poco, ya que Sri Lanka fue un amor a primera vista. Hay países que un par de días bastan, como Bahrein, Catar o las Bahamas, pero Sri Lanka merece al menos un mes. Y las Maldivas las imaginaba como un encierro forzado en una isla o resort, necesario en todo caso luego de la extenuante India. Pero el destino me demostró estar, nuevamente, equivocado.

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