20 de Octubre de 2017 - 25 Octubre 2017
Me levanté a eso de las 6 de la mañana y hacía un frío que me congelaba las manos en las montañas de la República Srpska (la Serbobosnia). Necesitaba llegar a Montenegro y recuperar los kilómetros perdidos, casi medio día, por no poder salir por la frontera que había previsto. Pedaleando por los últimos kilómetros de Bosnia-Herzegovina, apareció la única bandera bosníaca que encontré en toda la serbobosnia. En esta región sus habitantes, de mayoría étnica serbia y cristianos ortodoxos, se identifican con la bandera Serbia, que estaba por todas partes. La bandera bosníaca, dicen ellos, representa solo a la mayoría musulmana y la única forma de encontrarla es en alguna oficina federal o como en mi caso, saliendo del país, junto a la de Montenegro, la siguiente nación a cruzar. Como ya es costumbre acá, los guardias de Montenegro se quedan revisando cada una de las decenas de estampas de mi pasaporte. Llaman a superiores o colegas y me preguntan por qué tantos países. Al contarles, me felicitan y me dejan seguir. Salvo en Rusia, esto no ha sido un impedimento, sino más bien una ventaja al mostrar que no tengo la menor intención de quedarme en un país.
Los primeros kilómetros de Montenegro, un país que hasta hace unos pocos años era una provincia más de Serbia, tenían el mismo sabor de resto de los Balcanes. Un festín de montañas y una ruta que, si no iba en ascenso, iba a más de 40 km/h en bajada. Llegué a la ciudad de Nikshich, pero quería llegar directo a Podgorica, su capital. Montenegro es famosa por sus lugares turísticos al lado del mar Adríatico, pero obvio, mi intención no era mezclarme con turistas, sino que conocer la parte "real" del país.
Montengro, el tercer país más nuevo del mundo, tiene la peculiaridad que su separación con Yugoslavia fue -junto con la de Macedonia – una que se dio sin dramas en un área llena de dramas: en los Balcanes. A diferencia de los otros países (Bosnia, Croacia o Kosovo, pero también Eslovenia o Macedonia), acá los factores de independencia no fueron diferencias étnico/religiosas, sino más bien administrativos en la relación a la administración del poder. Ambos países comparten idioma, etnia, religión y cultura, por lo que no había una razón de fondo que iniciara una guerra. Por eso, fue como sentirse en una mini-Serbia. Cada vez que hablé con algún montenegrino, la mayoría me decía que no había ninguna diferencia importante con Serbia. Si incluso hasta el acento es el mismo. Gran parte piensa que fue una estupidez haberse separado del país, el sentimiento serbio, las banderas y la “4 serpientes” de serbia estaban en cada rincón del país. Ese mismo día, el que crucé la frontera llegué a Podgorica. Esta ciudad fue, junto con Belmopán en Belice, la capital más decepcionante y aburrida del viaje. No había nada interesante en ella y podía fácilmente pasar por una ciudad de 3er o 4to orden de cualquier país al oriente del muro de Berlín, bajo un cielo tan gris como la imagen que me dejó la ciudad. Quizás fue un error no haberme metido en sus playas a descansar -pensaba en ese entonces - pero tampoco era el objetivo en ese momento. En solo dos días decidí seguir la ruta.
Ya me iban quedando los últimos kilómetros en Europa, y el camino más obvio hacia Estambul (y entrar en Asia) era seguir directamente por Kosovo, pero quería hacer la ruta off the beaten track cruzando las montañas de Albania. No por nada hay un verbo que se llama “balcanizar”, que se puede sintetizar como dividir algo que fue suficientemente grande muchas veces hasta obtener pequeños pedazos. Con tanta mezcla de etnias y religiones (musulmanes, cristianos y ortodoxos), en esta zona se han independizado varios países, en su mayoría de forma violenta, en un territorio relativamente pequeño. Esto permite pasar de un país a otro en cosa de solo algunas horas de pedaleo. Así, llegué en menos de un día a Albania.
A medida que iba subiendo las enormes montañas, llegué a un pueblo enclavado en ellas llamado Brigje. Me acerqué a un bar y con la amabilidad que pronto iba a descubrir de los países de mayoría musulmana, me hice amigo de todos en el lugar. Más aún con la televisión dando telenovelas en español. Pensaba, sin embargo, que por el poco tiempo que iba a pasar en el país, iba a pasar sin pena ni gloria, tal como Montenegro, pero el destino y el clima se iban a encargar de hacerme no olvidar a Albania jamás.
Las montañas del norte de Albania |
La mañana siguiente levante mi carpa y seguí pedaleando por las montañas intentando reentrar por el oriente a Montenegro, cruzarlo en un par de horas, y empalmar con Kosovo, todo eso, según mis cálculos, en dos días. A la hora de comenzar a pedalear se puso a nevar suavemente. Pero entre más subía, el clima se iba poniendo más helado. Tuve que parar en una casa a calentar las manos y me regalaron café para recuperar al aliento. Me advirtieron del peligro de seguir; miraba por la ventana como los autos iban bajando con casi un metro de nieve en el techo, pero no quise hacer caso, confiaba en que tarde o temprano pararía el mal tiempo. Pensaba que un poco de nieve no me iba a ganar. Pero la nieve que no se detenía y poco a poco cubría el camino. A duras penas llegué al penúltimo pueblo de Albania, en una especie de cumbre. Nuevamente los lugareños me advirtieron del impredecible clima de la montaña y que la nieve podía parar de un momento a otro, como pasar días así. Tenía que tomar la decisión de seguir o parar ahí. El próximo pueblo estaba a unas dos o tres horas de pedaleo, pero inmediatamente de donde estaba venía una bajada importante y se formaba un valle. Si salía, no había vuelta atrás. En ese momento del viaje, aún tenía complejo de superhéroe, que nada me podía pasar. Subestimando los riesgos y apenas sintiendo las manos, decidí seguir principalmente porque llevaba pocas horas de pedaleo y confiaba ciegamente que la nieve iba a parar.
![]() |
Mientras pensaba que la nieve no iba a ser tan fuerte |
Tomé la bajada, y el viento que se producía al descender me congelaba aún más la cara, pero por sobre todo los dedos de manos y pies. Ya no había tráfico - era imposible para un auto pasar por ahí – y me fui adentrando más en las montañas más profundas del país. Pasaban las horas, la nieve no cedía y en medio de un dolor en los dedos de manos y pies que apenas toleraba, la nieve empezó a cubrir el camino lenta, pero firmemente. A los minutos empeoró más la situación y ya era imposible seguir pedaleando. Me demoré una hora en llegar al punto más bajo del valle, pero volver, arrastrando la bicicleta me significaban al menos unas 5 horas y ya se acercaba el atardecer. Ya no era un simple nevazón. Por terco, me había quedado varado a mitad de una tormenta de nieve.
Me detuve a analizar mis opciones. Parar a acampar ahí no era opción, no iba a aguantar esa temperatura e iba a terminar enterrado bajo la nieve. Volver tampoco, ya no se podía pedalear, la nieve cubría ya todo el camino. Tenía que intentar seguir y rezar para encontrar algún refugio de montaña.
El dolor en los dedos fue cambiando. Más que dolor, poco a poco dejé de sentirlos. Intenté avanzar caminando con la bicicleta, pero ya no empuñando el manubrio, sino que empujándola con la palma de las manos. Apenas avanzaba por la altura de la nieve. Abajo me pasaba algo parecido, apoyar los dedos de los pies al caminar era una tortura. Tenía que caminar apoyado en mis talones. Ahí entré en pánico. Recién en ese momento me di cuenta que por primera vez había puesto en riesgo ya no el viaje, sino que mi vida.
Por la mezcla de aguanieve y frío, el GPS no me respondía y no sabía dónde estaba. Seguí caminando por lo que era el sendero del camino por un largo rato gritando por ayuda. Las lágrimas de dolor y miedo me salían rodando tibias de los ojos y llegaban congeladas a las mejillas. Luego de un largo lapso de tiempo, que no podría definir con claridad pero ocurrió alrededor atardecer, y con el corazón apretado por el miedo, mi vista se cruzó en el horizonte blanco con literalmente la última casa al norte de Albania. Era un poblado de un par de casas, todas vacías según creía, pero lo menos tenía la opción de romper una ventana o puerta y resguardarme -como lo hice en el altiplano chileno el 2016-. Mientras pensaba a cuál de las 3 o 4 casas entrar, salió alguien que me escuchó desde una de ellas. Más tarde sabría que él se llamaba Lum. Me vio a la distancia y salió corriendo hacia mi encuentro saltando sobre la nieve. Hablaba sólo albano, pero la expresión de sus ojos me lo decía todo; el lenguaje de la compasión es universal. Lo abracé y me ayudó a llegar a su refugio. Apenas llegué, le gritó algo a su mujer, quien a los segundos trae una olla con agua caliente. Me toma los dedos, que estaban descolorados hace horas, y me lo pone bajo el agua. Ese fue uno de los dolores más terribles que sentido en mi vida, como si decenas de agujas intentaran atravesar los dedos, bajo las uñas y de lado a lado. Intentaba sacar las manos de ahí, pero Lum no me dejaba. A los segundos, el mismo procedimiento con los pies.
Lum y su esposa |
Esa noche me quedé con Lum, durmiendo plácidamente en un cuarto que arregló para mí. La famosa hospitalidad albana de la que tanto había escuchado, había salvado mi vida. Al día siguiente partí temprano, agradeciéndole a Lum y su familia por todo. Me tocaban unos kilómetros de Montenegro para hacer la escalada hacia Kosovo. Había un paso no oficial para llegar al país, pero los lugareños me advirtieron del peligro de entrar por ahí. Esta vez sí les hice caso e hice la vuelta larga, de 2 días, para llegar a Kosovo.