Cruzando hacia Sudáfrica, pensando en ese momento que iba a ser mi último país del continente |
Siempre asociaba el concepto del “continente negro” únicamente al color de piel de su gente. Luego de un año ahí, estoy casi seguro que quien acuñó el término lo hizo también pensando en lo que representa el negro: enigma. Es el continente olvidado, del cual el mundo sabe menos. Creo que todo aquel que viaja un tiempo en esta parte del mundo, pasa por una transición. Al principio no sabemos nada, Kenia tiene el mismo sabor que Uganda o Tanzania. Pero de aquella ignorancia inicial, pasamos a una etapa donde las diferencias entre países se nos hacen más evidentes. Dar una coima a un policía en Mozambique es parte del kit de supervivencia, mientras que hacerlo en Ruanda, es ganarse un billete a la cárcel. Cada uno de los 54 países del continente parecieran agarrar vida propia luego de algunos meses recorriéndolos. Luego de ese proceso de balcanización mental del continente, pasamos a una tercera etapa, esta vez volvemos a agruparlos en macro fronteras, basados según quienes fueron sus colonizadores (con las implicaciones que ello tiene, desde el idioma hasta las costumbres que se quedaron), pero sin dejar de considerar lo que venía de antes de la colonización, sus tribus, historia comercial, proximidad, etc. En el año que estuve en África, vi tres. Los países musulmanes árabes por el Norte, el África del Este (Kenia, Uganda y Tanzania), el Sur (Sudáfrica, Namibia y Botsuana). Algunos países “islas” que, sin ser geográficamente islas, dada su particular historia reciente, poco tenían en común con sus vecinos, como Mozambique o Ruanda. Si bien tanto Zimbabue como Sudáfrica pertenecen a la “macrofrontera” del Sur de África, las diferencias entre ambos eran siederales. Cruzaba desde Zimbabwe, un país con la economía destruida y uno de los más pobres del sur de África, a Sudáfrica, uno de los más pujantes de la región y probablemente, peleando con Nigeria, el país más importante del continente.
En casi toda el África
subsahariana la relación con los blancos iba desde la indiferencia, pasando por
la cordialidad hasta la admiración como Zimbabue.
Pero el caso de Sudáfrica es el opuesto exacto a Zimbabue (aunque en este último se deshicieron de casi toda su población blanca hace unas décadas de una manera no tan cordial). Apenas llegué al país me hicieron sentido las
palabras de Bala, un ciclista indio-inglés que vivió en Sudáfrica y que alojé
unas semanas en Chile. “Ten mucho cuidado. Te pueden ver como blanco, y hay un
montón de odio acumulado con ellos. Sudáfrica puede ser un lugar peligroso”. Tal
como me lo advirtió, lo mejor que sentí en Sudáfrica al intentar conectar con
su población negra era la indiferencia, el cual se sentía aún más con el contraste evidente al pasar de Zimbabue,
conocido por la calidez de su gente.
Los carteles que habían en el camino mientras pedaleaba, del tipo “no
detenerse: zona de alta criminalidad” tampoco ayudaban a sentirme a gusto en el
país. Nunca he vuelto a ver ese tipo de carteles en los más de 100 países por
los que he viajado.
En la historia de
Sudáfrica es archiconocido su trauma y -quizás no tanto- el conflicto social
entre sus razas. Si bien la gran mayoría de países del continente sufrieron una
brutal colonización, acá se ve potenciada por el apartheid que se acabó recién
en el 1994. Es decir “ayer”, en escala generacional. He encontrado algunos
casos de países muy divididos, como Bosnia, donde vi tres países en uno. Acá
son solo dos, pero a diferencia de las diferencias religiosas de Bosnia, acá de
debe únicamente al color de piel. Según muchos eso sí, las cosas estaban
lentamente mejorando.
Para romper la
desconfianza muchas veces intentaba explicar que no era blanco, que era latino
y que los europeos fueron tan brutales con nuestros antepasados, pero me
miraban con cara de que no se tragaban mis palabras. Mientras en Latinoamérica si
me preguntaban de donde veía decía que era chileno, y en Europa que era latino,
entendí que uno no solo se define quién es en función de lo que es, sino que
también en función de lo que no es. No era negro ni asiático y era encasillado
siempre como blanco por los no afrikáners. Como me explicó antes de llegar un
amigo que vivió en este país hace unos años, el recelo que hay con la población
blanca, en muchos casos justificada, se respiraba en el país. Y lo noté de
entrada, apenas crucé al país por el norte, esperando cruzarlo entero hasta
Ciudad del Cabo, en la punta sur del continente.
Al cruzar el
puente XXX que separa Zimbabue con Sudáfrica, vi a muchas personas cruzando de
vuelta hacia Zimbabue con bienes básicos que no hay en ese país. Y yo también
volví a reencontrarme con cosas tan básicas que extrañaba, como WiFi, una ducha
con agua caliente o poder sacar dinero de un cajero automático. Me puse a
pedalear por el país rumbo a la primera ciudad grande del norte, Polokwane. De
camino, ya con las piernas cansadas por las montañas del Limpopo, la región del
norte de Sudáfrica, encontré un camping en el camino. Con vistas espectaculares
de sus montañas, sale a recibirme el dueño, de nombre Al. Cuando quise pagar,
me dice que “mi dinero no era aceptado en este lugar”. Y a los minutos vuelve
con un pack de cervezas, heladas, para que durmiera mejor. Al día siguiente, su
esposa Gail me invita a tomar desayuno con ella para que partiera el día con
energía. Ese mismo día mientras descansaba las piernas bajo una lluvia
torrencial, paró una señora al negocio donde estaba y salió con una Red Bull de
regalo. Y mientras me la tomaba, pasó otra y me regala un sándwich. Todos ellos
Afrikáners, y que no representan más del 10% de la población del país. Me
costaba mezclar la imagen de racistas que me había hecho a partir de relatos en
el resto de África con el tsunami de amabilidad que estaba recibiendo, al nivel
de los países árabes. Dichos relatos de racismo y discriminación no abarcaban
solo a los Afrikáners, sino que también a los sudafricanos como nación. Al ser
la nación más próspera de esta macrozona, reciben mucha inmigración, por lo es
era un fenómeno esperable. Varias veces escuché de mozambicanos o zimbabuenses
que por trabajo estaban en el país el ser mirado en menos. Me hice la idea que
si bien las tribus negras del norte de Sudáfrica eran los negros más -siendo
generosos- “indiferentes” que conocí en el viaje, los afrikáners eran la raza
blanca más amable. Fue algo parecido a lo que viví en el sur de Estados Unidos,
donde los blancos de allá -al igual que los de Sudáfrica- tienen el estereotipo
típico del racista estadounidense, pero en lo que respecta a mi, sentí la mayor
hospitalidad en el país.
Al llegar a
Polokwane me recibió Werner, un ciclista Afrikáners. Lo primero que impacta La siguiente parada luego de dejar Polokwane
era Pretoria, la capital.
En Sudáfrica la
propiedad privada es un concepto mucho más fuerte que lo que es en el resto de
África. En Tanzania, Mozambique o Zimbabwe, jamás vi los terrenos al lado del
camino cercados. Y me imagino que a nadie se le hubiera ocurrido tampoco. Es
que primero, no había nada para robar y segundo, el concepto de la propiedad
privada es mucho más nebuloso en occidente. Acá en Sudáfrica, sin embargo,
puede haber varias decenas de kilómetros sin nada ni nadie alrededor pero todos
los caminos estaban cercado, el único lugar que se puede estar es en la
carretera en los pocos metros de servidumbre hacia los costado del camino. Eso
significó un problema grande para acampar. Por ejemplo, el primer día hacia
Pretoria y luego de 120 kilómetros de ruta no encontré un solo lugar donde
dormir. Ya casi de noche, encontré una reja de un terreno que parecía
deshabitado y me metí a dormir adentro. En USA, por ejemplo, jamás me hubiera
atrevido a tal aventura (era un disparo seguro), pero el riesgo de dormir al
lado del camino y ser asaltado era mayor. Así sobreviví algunos días.
En el año que
estuve en África prácticamente no vi lluvia alguna. Es el lugar del mundo donde
más está afectando el cambio climático. Pero en medio de la ruta hacia Pretoria,
me tocó una lluvia que desde el huracán en Panamá no veía. La diferencia es que
ahora no tenía donde refugiarme. En Sudáfrica De milagro encontré un techo y me
quedé hasta que se detuvo un poco el vendaval. Seguí por una hora, pero al rato
volvió con más parafernalia que la primera vez; no solo era una lluvia todavía
peor que la primera, sino que truenos que rompían alrededor de todo. Nunca en
mi vida había visto tantos y tan seguido. Uno partió a unos 500 metros de donde
iba, fue impactante ver como se iluminó todo y el sonido que no se demoró nada
en llegar. En ese momento decidí que era imposible seguir pedaleando y tenía
que buscar refugio para pasar la noche. Tenía que tomar una decisión.
Devolverme al techo anterior, hacer dedo a la siguiente ciudad o refugiarme
bajo la carpa. Por ese estúpido orgullo de no devolverme ni pedir ayuda, tomé
la peor de las tres. Por segunda vez en el viaje -la primera fue Islandia-,
paré en medio de la ruta, armé mi carpa y decidí guarecerme en ella al lado de
las líneas del tren, a la vista de toda la carretera. Por el forcejeo con los espinosos
árboles, mientras me intentaba esconder, rompí mi única camisa térmica y se me
mojó gran parte de la ropa que llevaba para recambio. Con la demora en armarla,
la carpa parecía una piscina por dentro y los truenos que seguían rompiendo
alrededor. Los relámpagos iluminaban entera mi carpa una y otra vez y tenía
miedo de que alguno me golpeara. Calculaba los segundos que se demoraba en
llegar el sonido para calcular la distancia, desde 3 hasta 12 segundos, no
estaban muy lejos.
El orgullo me decía que tenía que aguantar adentro, pero lo racional era escapar
de ahí ya mismo. Decidí tragarme el orgullo, pararme al lado del camino y pedir
que me llevaran a los 10 kms que me separaban del próximo pueblo. Era una
especie de residencial para trabajadores de la zona. Era el único blanco y
probablemente no trabajador de ahí y notaba las miradas, risas y comentarios
cuando pasaba. Me sentí más que nunca en África como pez fuera del agua. Pero,
a diferencia del pez de la metáfora, disfrutaba estando seco por fin. Al día
siguiente, bajo un sol que quemaba a los minutos llegué a Pretoria.
En Pretoria visité los
monumentos a Mandela y me leí sus libros durante mi visita en el país, para
conocer en detalle la historia reciente del país. El recelo hacia los blancos
parece justificado luego de leer sus letras. Pretoria si bien es la capital administrativa
del país, no tiene mucho que ofrecer con comparación a Johannesburgo, la ciudad
más poblada del país y planifiqué quedarme unos días ahí. El pedaleo lo tuve
que hacer por su inmensa red de carreteras en un país donde el auto es el rey.
Con autos pasando a toda velocidad al lado mío y donde no existe el respeto por
la bicicleta. A mitad de camino un auto me chocó pero por suerte no me pasó
nada. Él no se detuvo siquiera a ver como estaba. Estaba bastante cansado del
país, pero al menos podía conocer Johannesburgo y descansar mis piernas. Lo que
encontré en la ciudad era una jungla de cemento con un amor por los malls y el
consumismo. En mi segunda noche cuando me volvía casa, caminando rápido como de
costumbre, al aproximarme por atrás a una señora -blanca- me sintió y se puso a
correr pensando que la iba a asaltar. Le tuve que gritar que no le iba a hacer
nada, que era turista y al darse vuelta y ver que era -o parecía blanco- se
calmó. Esa fue la gota que rebalsó el vaso, “mañana me voy de este país de
mierda” recuerdo que fue lo que pensé. No es que fuera un estado fallido como
muchos del continente en el sentido estricto, sino uno donde las diferencias
entre sus habitantes eran escandalosas. Todos los blancos que me recibían
vivían en cuasi mansiones, con autos de lujo. El resentimiento producto de
esto, el miedo entre ellos y a la delincuencia producida por este, que más
encima por carambola me ponía a mi -sin tener nada que ver- como del lado de
los “opresores” me hizo hastiarme del país, no me imaginaba pedaleando por
largas semanas por el país. Así que cambié mi ruta, ya no iba a terminar el
continente en Ciudad del Cabo, sino que en la costa atlántica del continente en
Namibia. El cruce ya no iba a ser de norte a sur, sino uniendo los 2 océanos
que bañan al país, sino de este a oeste.
El gran problema era
que había lugares que me iba a perder y que soñé siempre conocer, como Lesotho
o Suazilandia (hoy también llamado eSwatini). Ambas pobladas en su inmensa
mayoría por 2 de las tribus existentes en Sudáfrica (los Sotho y Suazis), pero
que no fueron absorbidos por el país. Siempre me han llamado la atención
historias de esos países rodeados de un gigante, como San Marino, que logran
mantener su soberanía. Así que decidí visitar ambos países haciendo un Side
Trip y luego de visitados, enfilar rumbo hacia Botsuana, a mitad de camino
entre Namibia y Sudáfrica.
Esa noche envié un
mensaje masivo por Couchsurfing a Suazilandia ya que quería quedarme con algún
local y me respondió Lunga, una chica de local que me recibió en su casa y me
presentó su país. Ya en la frontera del país recuerdo que vi los primeros suazis,
vestidos con sus ropas tradicionales y etnia que representa la inmensa mayoría
de un país del que solo conocía antes de llegar su bandera y que tienen el
índica más alto del planeta de VIH.
Suazilandia |
Lunga me llevó a
conocer los pueblos y zonas típicas del país. Estuve pocos días, pero fueron
suficientes para notar una gran diferencia con su vecino, y es que es imposible
pensar en esta diminuta nación sin compararla con Sudáfrica. Al ser un país tan
étnicamente homogéneo, lo vi mucho más “vivible” que su par sudafricano. Los conflictos
étnicos son mucho menores y a nadie le interesa mucho tu etnia o color de piel
(más allá de un par de bromas). La siguiente para era Lesoto.