Esperaba que las mil colinas de Ruanda desaparecieran para kilometrar, por fin, decentemente hacia Sudáfrica. Pero en el norte de Tanzania las colinas resultaron ser tan o más endemoniadas que las de Ruanda. La mitad del trayecto, hacia arriba de las montañas, me tocó empujar a Libertad. Pero contra todo pronóstico, la otra mitad, la que iba hacia abajo, fue la más difícil. No solo por pendientes que me hacían tomar una velocidad por sobre los 60 kilómetros por hora en una bicicleta de por si inestable sino por el estado de la carretera.
El cambio entre Ruanda y Tanzania es brutal. Carreteras con hoyos desperdigados a lo largo y ancho del camino. La, para estándar africano, aceptable señal de celular de Ruanda, es reemplazada al entrar a Tanzania por una “X” en el lugar donde deberían aparecer las rayas de conexión; no hay conexión en una extensa área del norte de Tanzania con el resto del mundo. Si bien en las áreas rurales de Ruanda hay pobreza, en Tanzania es todavía mayor. Y así podría seguir dando ejemplos, pero creo que el punto está claro. Ruanda es un oasis de “modernidad” dentro del África del Este. Tenía que acostumbrarme a esta nueva realidad en Tanzania.
Tanzania fue el país que más me marcó de toda África. Para bien y para mal.

Mientras tomábamos unas cervezas, pasa una morena despampanante al frente mío. Peter me debe haber notado la cara de baboso y me advierte de no hacer nada, ya que “estaba enferma”.
- “¿Enferma?” – Le pregunté.
- “Si brother, VIH”.
Al VIH, le llaman simplemente "estar enferno". Al decir eso, todos entienden a qué se refiere.
Según sus estimaciones, alrededor de un 20% de su villa, es portadora del VIH.
¿Cómo lo sabía? Me respondió algo como “pueblo chico, infierno grande”. Fue notificada hace poco y le informó a todos sus “fellow partners”.
A los dos días de pedaleo, cruzando lo que se supone es una carretera que une a Kigoma, una de las ciudades más importantes de Tanzania con el resto del país, pero que no es más que un camino de tierra mal aplanado y que me hizo pedazos las rodillas, llegué a otro pueblo. Más pequeño que el anterior y apenas marcado en los mapas. Se llama Makere.
En la oscuridad de la noche, donde el alumbrado público no es nada más que un par de negocios con velas, veo que un tipo empieza a golpear a otro como si lo fuera a matar. Lo tira al suelo y empieza a darle golpes de puño en la cabeza. Los quejidos sonaban agudos. Era una mujer.
Mientras pasaba esto, todo el resto del poblado impávido, mirando incluso con cierto morbo, sin hacer nada. No me atreví a hacer nada yo tampoco. Salvo en el momento que el tipo agarra un palo para rematar a la pobre mujer en el suelo. Ahí recién lo pararon.
- “¿Qué mierda pasó? ¿Por qué nadie hizo nada? – preguntaba a quién se me pasara por delante.
Una de las pocas personas que hablaba inglés me respondió que era su esposa. Le acababa de informar a su marido que “estaba enferma”.
Porqué carajo todo el mundo sabía me pregunté. La respuesta vino rápida. Pueblo chico, infierno grande.
¡Hakuna Matata!
Poco de neumático quedaba. Ya en los últimos días |
Salvado por un camionero. |
Esos días de pedaleo fueron una tortura. Al estar tan expuesta la cámara de aire, no eran pinchazos, sino que verdaderos hoyos que le hacían las piedras a la cámara. Una y otra y otra vez, horas perdidas bajo el sol arreglando a mi pobre compañera. A esas alturas eran más parches que cámara de aire lo que quedaba expuesto. Llegué así a Kigoma con “el olor a bencina”, con lo justo, exactamente en el momento de alcanzar los 30.057 kms, 3/4 de largo del planeta tierra. Sin embargo, me era ya imposible seguir sin repuestos.
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3/4 del planeta completados. |
Llamé a Kenia como último recurso, sin muchas expectativas, pero terminé encontrando ahí el último lugar del África subsahariana donde sí había: Nairobi. El problema era que estaba en otro país, y me era imposible ir y volver por un tema de visas.
Me contacté con Alicia, probablemente la única persona keniata con la logré una amistad profunda. No solo se ofreció a ir a comprarlas, sino que me las iba a ir a dejar a una ciudad fronteriza, Mtwara.
Dejé a Libertad en Kigoma y a pesar de los días que iba a perder, intenté ver el lado positivo. Por primera vez iba a viajar en el transporte público africano e iba a encontrarme con mi amiga y con mis repuestos.
6:00 AM y se suponía que tranquilas diez horas de viaje me esperaban.
Una vez adentro del bus vi algo que me hizo imaginar a un juego de Tetris, cuyas piezas eran los suplementos artesanales que tenía la micro para hacer caber más gente y las personas de carne y hueso intentando encajar a la fuerza en una micro de los años 70. Era el “Kigoma Adventure”, que mucho de aventura iba a tener.
Señoras y señores: El Kigoma Adventure. |
Luego de 3 horas perdidas, se puso nuevamente en marcha el Kigoma Adventure, aun alcanzaba a llegar, ya de noche, a Mwanza. Con la humedad por la lluvia, el calor y el hacinamiento, el viaje se puso cada más insufrible, sin mencionar los olores que emanaban a medida que empezaba a aparecer el sol. El tortuoso camino, que ya había hecho en bicicleta hace unos días en dirección opuesta, y sentir que iba sentado en una lavadora a máxima potencia, tampoco ayudaba mucho. Al rato, volvemos a quedar parados, aunque esta vez por menos tiempo.
Detenidos por segunda vez... |
...Y tercera vez. La definitiva. |
-¿Haz escuchado el dicho "Hakuna matata"? - Me preguntó. Expresión en swahili pronunciada con una "t" pronunciada como si explotara la lengua contra el paladar, generando un clic muy particular.
Empecé a recordar el Rey León, pero luego de 15 años de haber visto la película, vine a entender el verdadero sentido. El Hakuna Matata es una filosofía de vida, la paciencia, la poca importancia del tiempo (la impuntualidad de ellos da para capítulo aparte). El aprender a esperar. Me aconseja empezar a vivir esa filosofía, aprender a esperar en calma.
Media hora después pasó otro bus. Lo hice parar, poco me importaba pagar otro pasaje, tenía que llegar como fuera. A llegar a Mwanza, casi a la media noche Alicia me esperaba con una mujer musulmana llamada Maimuna. Maimuna, al ver sola y sin dinero a Alicia, se quedó cuidándola mientras yo llegaba. En Mwanza estaban mis repuestos, mi amiga y un rico arroz árabe, cortesía de Maimuna, quien nos cuidó un par de días como sus hijos.
Alicia, Maimuna, mis repuestos y yo. |
Hakuna Matata.
Mishamo
Eran las 10 de la mañana y por enésima vez, como en casi cada país africano, me tocaban la puerta. “Are you OK?”, se escuchaba desde afuera. “Yes, one minute…” – Respondía.
En África no se pierde nada, todo se aprovecha hasta el extremo. Ni el agua ni la comida. Pero tampoco los rayos de sol.
El hecho de estar estos países situados cerca del ecuador, hace que el sol brille casi exactas 12 horas todos los días, sin importar la estación del año. Y ya que en la gran mayoría de las ciudades, pueblos o villas no existe tal cosa de “iluminación eléctrica” en las calles; la salida del sol marca el punto de partida del inicio de las actividades en sus calles. La vida en África, comienza temprano. Muy temprano.
Por eso, no podían entender como alguien podía estar perdiendo ¡casi 4 horas de vida! ¿Estará enfermo? ¿Lo tendremos que llevar al hospital?, deben haber pensado. No, solo estaba reventado luego de pedalear todo el día anterior.
Tomaba desayuno, hasta que empiezo a escuchar algo que es pan de cada día cuando voy en ruta. “Mzungu, give me money” me decía un tipo al lado. Lo ignoraba. “Mzungu, give me money!”, repetía más fuerte. Lo miré y le dije que no tenía. Cualquier blanco acá, es sinónimo de dólar, y si bien gran mayoría de las veces que piden algo (desde una cerveza, trabajo, dinero hasta una beca “donde sea”) se rinden a la primera, este tipo se estaba poniendo peligrosamente agresivo.
Empieza a gritar al lado mío algo en swahili “bla bla bla Mzungu bla bla bla!” y toda la villa riéndose de mí y apuntándome. Intenté seguir en lo mío, pero ya se estaba poniendo cada más incómoda y peligrosa la situación. Engullí lo que me quedaba y salí a toda prisa, con toda la villa aun riendo a mis espaldas y el tipo gritando cada vez más fuerte. Con el apuro olvidé comprar agua. Me quedaban 5 horas de pedaleo con las reservas justas, sin tener donde abastecerme. Las tuve que hacer durar gota a gota. En África nada se pierde.
Pedaleaba y no había nada alrededor, horas y horas de tortuoso camino bajo el sol que me quedaban hasta el siguiente pueblo. Al cruzarme de vez en cuando con sacrificados ciclistas que transportan caña, agua o lo que sea a sus chozas de barro y paja, me decían que había un asentamiento a unas 5 horas. “Very small”. Y si para sus estándares era pequeño, quizás la palabra “pueblo” se queda larga.
Cerros, tierra, piedras y polvo. TGI como dicen algunos: This is Africa. |
Eran solo 70 kilómetros, pero todo en subida en un camino horrible, promedié apenas 13 km/h, empujando a Libertad la mayor parte del tiempo.
Cuando ya sentía que quedaba menos, sin tener la certeza de donde estaba ese “oasis” en la sabana, veo que empiezan a aparecer las torres de telecomunicación a pocos kilómetros. En caminos donde todo es cerro, mientras los puentes son malas noticias (indican un río, la unión de dos cerros, el punto más bajo de la ruta; de ahí en adelante todo es subida), las torres de teleco son buenas noticias, indican el punto más alto de la camino. El GPS me indica una mancha borrosa a 5 kilómetros de desvío, ese debía ser el pueblo.
Veía chozas y gente. Empecé a gritar “!Mayi! ¡mayi!” (agua en swahili) y me ofrecen de la suya. Por regla general, si los locales toman esa agua, yo también. Pero después de dos tipos de hongos, dos bacterias y un virus estomacal en lo que llevo en África, decidí flexibilizar esa regla. “No, no”, y les mostraba mis botellas de agua embotellada vacías. Me indicaban en una dirección que se alejaba un poco más de la ruta. Aparece otra choza con varios pobladores afuera. Si no fuera por un par de tomates afuera y la publicidad que tenía colgada, no me hubiera dado cuenta que era un negocio.
Me pasan una botella de agua de litro y medio que bebo como si fuera un vaso. Pido más. Les digo “Mayi” con el puño cerrado. Acá el puño cerrado indica “5” de algo, no la palma abierta.
No hay más. Acá por lo general hay “uno” de todo. Una botella de agua. Un lugar donde dormir. Un racimo de plátanos. Para cargar mi celular y GPS no había enchufes y tenía que ir donde el único negocio que cargaba dispositivos.
Al llegar al pueblo, un ex campo de refugiados del vecino país de Burundi: "Mishamo". Pido lo que sea para comer. Había pescado. Pido tres. Pero había uno solo. “Ok, eso con lo que sea. Arroz y porotos.”
Mishamo |
Al rato me llega solo el pescado. En el hambre que llevaba y que no me entendían nada de lo que decía, me empiezo a exasperar. ¿Cómo me iba a comer solo eso? ¿Dónde estaba el resto? No me habían entendido. Además, el tipo que vende pescados, solo tiene pescados. Había que ir a buscar el arroz donde el tipo que prepara arroz y luego ir donde el tipo que prepara porotos.
Corren a buscar para darme en el gusto.
Ahí recién me empecé a sentir como un verdadero imbécil. Me estaba comportando como esos detestables grupos de turistas alemanes que por tener dinero, se comportan con arrogancia, “exigiendo” todo a su paso. Estaba actuando como lo que más desprecio.
Al llegar con las cosas, me advierten que me iba a salir caro, ya que cada uno me iba a cobrar por separado. ¿Cuánto? 2.500 chelines. $750 pesos, menos de un Euro.
Acá, en estos pueblo pequeños, toda la economía se mueve en céntimos, distorsionado de toda realidad de precios internacionales, donde la mayoría vive bajo el umbral de pobreza de un dólar por día y come una vez por día. A pesar de lo anterior, son brutalmente honestos. Jamás, a diferencia de la áfrica árabe, te van a cobrar de más por el solo hecho de ser extranjero, no tienen desarrollado ese ADN que los árabes tienen para los negocios. Además, tienen la mejor disposición del mundo para hacerte sentir como en casa, hacen lo imposible para hacerte sentir cómodo. Y yo el pelotudo quejándome.
Me despedí de mis nuevos amigos con unas cervezas de regalo (una cerveza, si bien muy barata, equivale al sueldo de un día). Al día siguiente, al momento de partir pido al desayuno dos huevos con chapati, un tipo de tortilla africana muy popular.
Como era de esperar, quedaba solamente uno en todo el pueblo.
Como era de esperar, quedaba solamente uno en todo el pueblo.
Hasta siempre Tanzania
Venía hace ya varios días con un problema en la garganta, que se intensificaron a la salida de Mishamo. No podía tragar. Y el estómago me reventaba cada vez que comía algo. A los pocos días empecé a defecar, literalmente, gusanos. Tuve que aguantar dos días así, entre medio de la nada y acampando en los bosques de Tanzania. El próximo pueblo, Mpanda, estaba apenas a unos 40 kilómetros en la última noche antes de llegar. Mientras intentaba dormir en mi carpa (difícil tarea, entre la preocupación y el dolor) a eso de la medianoche escucho unos pasos alrededor, con las hojas y ramas sobre la tierra roja crujiendo cada pocos segundos. Eran dos locales, al parecer algo tomados, que habían descubierto la carpa a lo lejos y se acercaban a ver que era. Abrí la carpa para hablarles, y me quedaron mirando fijo por varios segundos. Imagino en parte a a barrera idiomática, ver que viajaba en bicicleta y que era hombre, se largaron. Por este incidente, entre varios otros, cambió mi opinión con respecto a una mujer viajando sola en África, que un principio era que no había justificación válida para no hacerlo. Sí es realizable, pero los riesgos son mucho, mucho mayores en mi opinión que los razonables.

Esas semanas de pedaleo por tierra en Tanzania, lejos de los lugares turísticos, el conocer de primera mano los peligros y el lado más feo de África, fueron por lejos las semanas que más me han marcado y donde más he aprendido en mi vida, donde descubrí no una civilización, sino un mundo diferente, la etapa que me va a hacer plantearme dos veces el dejar un plato de comida o quejarme por cosas triviales y de cómo la gente, con menos de lo mínimo parece ser tan feliz.
Sin embargo, empezaba a sentir que el precio pagado era ya bastante alto. A pesar de todo lo aprendido, que era capaz de valorarlo en el mismo momento, me preguntaba varias veces si valía todo el sacrificio.

Al llegar a Mpanda, el primer poblado relativamente decente donde podía abastecerme, lo primero que hago es partir al hospital. Habiendo pagado por la visita algo así como 500 pesos (poco más de medio dolar). La solución que me dio para todos mis problemas fue...Paracetamol. Le explico que me estaba deshidratando, los síntomas en la garganta, los parásitos y los dolores en todo el estómago, pero no había nada más disponible. Más claro me quedaba porque la esperanza de vida del país no llega a los 60 años. La única opción era partir a Dar es Salaam. El problema era que el tren salía solo 3 veces por semana. Tenía 48 horas que soportar con los dolores y síntomas.
Tuve que tomar la decisión de si dejar a Libertad en Mpanda, recuperarme y volver para seguir pedaleando hasta Zambia o llevarla conmigo a Dar es Salaam. Tomé la segunda, ya que por primera vez, no tenía claridad de si iba a continuar el viaje.

Ese viaje en tren fue probablemente el peor que tenido en mi vida. De partida me dijeron que venía con "un poco de retraso". En total, 12 horas. Tuve que esperar hasta el día siguiente para partir.
Una vez arriba, acomodado en el último puesto que quedaba, me esperaba un infierno. Más de 48 horas hasta alcanzar la capital arriba de el tren más lento que he visto en mi vida. Yo apenas me podía mover y cada 10 minutos tenía que ir a baño, con la peor diarrea que he tenido en mi vida. Y claro, expulsando parásitos al mismo tiempo. Si no fuera por los litros y litros de agua que compraba en cada parada, me hubiera deshidratado a las pocas horas.
Luego de 2 días de tortura, donde mi bicicleta llegó destrozada (en particular mi sillín de cuero, tuve que terminar África con un asiento deforme), llegué a Dar es Salaam, la ciudad más grande del país.
Si bien en Tanzania no hay ni hubo apartheid como en Sudáfrica, el único hospital donde todo el mundo me dijo que tenía que ir (el único donde realmente iba a ser tratado), estaba colmado en su gran mayoría solo de blancos. Entre empresarios, trabajadores de ONGs y diplomáticos. Y no es porque no atendieran a los africanos nativos, sino porque el tratamiento que tuve costaba a más del sueldo anual de cualquiera de las personas de los poblados en los que había estado en las últimas semanas.
Por fin pude ver a un especialista y, a pesar de que me sané completamente en la semana que estuve en observación, me quedó ese sabor amargo en la boca. Vi de primera fuente la razón de la esperanza de vida de un país que no llega a los 60 años y como la vida de unas personas vale tan poco en algunos lugares del mundo.
Luego de recuperarme, tuve que tomar la decisión de volver a Mpanda o continuar de donde estaba. Decidí por respeto a mi familia y mi salud salir de ese país. La distancia desde Mtwara y Mpanda hacia Cape Town era prácticamente la misma, por lo que no me sentí traicionando las reglas del viaje. Me embarqué desde Dar es Salaam al puerto de Mtwara, al sur de Tanzania, con la esperanza de conseguir un barco de carga hacia las Islas Comoras y seguir de ahí hasta Mayotte y luego Madagascar. Mi plan se frustró, ya que los barcos desde Mtwara hacia las Comoras no salían con fecha ni regularidad definida; podía llegar un barco ese mismo día, como podía ser en 3 semanas más. Y la verdad, es que no tenía la menor intención de quedarme en ese país por mucho más tiempo, menos aun sin saber cuantos días, haciéndose la espera más tortuosa. No me quedó más plan que intentar salir del país, pedaleando hacia el sur, hacia Mozambique. ¿El problema? Me habían rechazado la visa para el país y que es una frontera conocida por tener que sobornar a la policía de inmigración. Ah, y recientes atentados terroristas en el norte del país.
30 segundos después de escuchar la mala noticia, que la opción del barco era inviable, tomé la bicicleta y partí hacia el sur, hacia Mozambique. Sin visa para el país, me estaba jugando el todo o nada.
Camino a Mpanda. |
Sin embargo, empezaba a sentir que el precio pagado era ya bastante alto. A pesar de todo lo aprendido, que era capaz de valorarlo en el mismo momento, me preguntaba varias veces si valía todo el sacrificio.
Me sentía solo como nunca, pero no en el sentido que me gusta. Pasaban días que no podía hablar con nadie, ya sea por el idioma, por las diferencias culturales que me impiden hacer amigos o por la falta de señal en el celular para hablar con los míos. Días pedaleando en caminos que me hacen pedazos las piernas y la bicicleta, sin repuestos en miles de kilómetros a la redonda. Me sentía un extraño en África. Era un extraño en esta parte de África, si por donde andaba no llegan los turistas. Me fue casi imposible hacer amistades con una cultura tan diferente. Donde pasaba con Libertad me quedan mirando por largos minutos como si fuera un espectáculo. Cuando tuve suerte, la mitad de las veces, me llevo un “¡Mzugu!”, y hago lo mejor por responder con una sonrisa. Cuando no, es para pedir dinero. Y la verdad es que no los puedo culpar por esto.
Al llegar a Mpanda, el primer poblado relativamente decente donde podía abastecerme, lo primero que hago es partir al hospital. Habiendo pagado por la visita algo así como 500 pesos (poco más de medio dolar). La solución que me dio para todos mis problemas fue...Paracetamol. Le explico que me estaba deshidratando, los síntomas en la garganta, los parásitos y los dolores en todo el estómago, pero no había nada más disponible. Más claro me quedaba porque la esperanza de vida del país no llega a los 60 años. La única opción era partir a Dar es Salaam. El problema era que el tren salía solo 3 veces por semana. Tenía 48 horas que soportar con los dolores y síntomas.
Tuve que tomar la decisión de si dejar a Libertad en Mpanda, recuperarme y volver para seguir pedaleando hasta Zambia o llevarla conmigo a Dar es Salaam. Tomé la segunda, ya que por primera vez, no tenía claridad de si iba a continuar el viaje.
El peor viaje de mi vida. Rumbo a Dar es Salaam. |
Una vez arriba, acomodado en el último puesto que quedaba, me esperaba un infierno. Más de 48 horas hasta alcanzar la capital arriba de el tren más lento que he visto en mi vida. Yo apenas me podía mover y cada 10 minutos tenía que ir a baño, con la peor diarrea que he tenido en mi vida. Y claro, expulsando parásitos al mismo tiempo. Si no fuera por los litros y litros de agua que compraba en cada parada, me hubiera deshidratado a las pocas horas.
Luego de 2 días de tortura, donde mi bicicleta llegó destrozada (en particular mi sillín de cuero, tuve que terminar África con un asiento deforme), llegué a Dar es Salaam, la ciudad más grande del país.
Si bien en Tanzania no hay ni hubo apartheid como en Sudáfrica, el único hospital donde todo el mundo me dijo que tenía que ir (el único donde realmente iba a ser tratado), estaba colmado en su gran mayoría solo de blancos. Entre empresarios, trabajadores de ONGs y diplomáticos. Y no es porque no atendieran a los africanos nativos, sino porque el tratamiento que tuve costaba a más del sueldo anual de cualquiera de las personas de los poblados en los que había estado en las últimas semanas.
Por fin pude ver a un especialista y, a pesar de que me sané completamente en la semana que estuve en observación, me quedó ese sabor amargo en la boca. Vi de primera fuente la razón de la esperanza de vida de un país que no llega a los 60 años y como la vida de unas personas vale tan poco en algunos lugares del mundo.
Luego de recuperarme, tuve que tomar la decisión de volver a Mpanda o continuar de donde estaba. Decidí por respeto a mi familia y mi salud salir de ese país. La distancia desde Mtwara y Mpanda hacia Cape Town era prácticamente la misma, por lo que no me sentí traicionando las reglas del viaje. Me embarqué desde Dar es Salaam al puerto de Mtwara, al sur de Tanzania, con la esperanza de conseguir un barco de carga hacia las Islas Comoras y seguir de ahí hasta Mayotte y luego Madagascar. Mi plan se frustró, ya que los barcos desde Mtwara hacia las Comoras no salían con fecha ni regularidad definida; podía llegar un barco ese mismo día, como podía ser en 3 semanas más. Y la verdad, es que no tenía la menor intención de quedarme en ese país por mucho más tiempo, menos aun sin saber cuantos días, haciéndose la espera más tortuosa. No me quedó más plan que intentar salir del país, pedaleando hacia el sur, hacia Mozambique. ¿El problema? Me habían rechazado la visa para el país y que es una frontera conocida por tener que sobornar a la policía de inmigración. Ah, y recientes atentados terroristas en el norte del país.
30 segundos después de escuchar la mala noticia, que la opción del barco era inviable, tomé la bicicleta y partí hacia el sur, hacia Mozambique. Sin visa para el país, me estaba jugando el todo o nada.
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Vistas de Dar es Salaam |
Poco antes de llegar a Mozambique, el paisaje comienza a cambiar radicalmente |