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Bishkek. |
Libertad conoció un nuevo país luego de más de 30 meses
encerrada en Kazajistán. Habíamos llegado a Kirguistán, el país número 87 de la
travesía. Luego de las formalidades en la frontera -curiosamente sin
inconvenientes en este lugar del planeta- levanté la vista y lo primero que veo
son unas altas y blancas nubes en el horizonte en el horizonte de Kirguistán.
Me demoré unos 10 segundos en darme cuenta que las nubes no eran tales, sino que
era la nieve sobre las altas cumbres de su cordillera. Me estaba metiendo a
rumbo al techo del planeta, que luego, en unos 700 kilómetros al sureste se
transformarían en el complejo montañoso de los Himalayas.
Luego de ese baño de realidad, miré el odómetro para tener
una idea de cuánto pedaleé en Kazajistán. Siempre lo hago para ver cuanto
hicimos en cada país con Libertad. Aún no estaba acostumbrado a verlo en un número
tan bajo. Me gustaba verlo en las decenas de miles de kilómetros. En los 10 mil
y algo en las américas, 20 mil en Europa, 30 mil en África y los 40 y tantos
mil en Asia. Ahora apenas pasaba los mil kilómetros. Al volver a Kazajistán, el
odómetro anterior estaba corroído por el óxido y el tiempo sin uso, y perdí el
número exacto que llevaba pedaleado. Tuve que comprar uno nuevo. Estaba estimando
el pedaleo entre el 2016 y el 2019, calculándolo con un margen de error de no
más de 1000 km (con un mínimo de 42.000 y un máximo de 43.000), pero sentí que
volver a poner el contador en los 42 mil y tantos, era hacerme trampa. No
hacerme trampa en el sentido de mentir con los kilómetros -soy un obsesivo de
los números, y ya el margen de error de más menos 1000 km me estaba revolviendo
la guata-. Era hacerme trampa en el sentido que estaba borrando de un plumazo
lo que fueron 2 años y medio de mi vida, y continuar como si nada hubiera
pasado. No era la misma persona en los 41.000 km que en los 44.000 km. Había
pasado mucha agua bajo el puente, había sufrido los dos dolores más grandes que
me había dado la vida, estaba dos años y medio más viejo y no podía pretender,
así como si nada, que la vida volvía a diciembre del 2019. Decidí por este
motivo dejar el odómetro en cero, como testigo y recordatorio diario de que yo
era otra persona.
Una de las cosas que cambiaron fueron 30 meses más en el
cuerpo y las piernas, que aún no tenían la capacidad física que en el 2019. Por
eso, cada parada la iba a aprovechar para descansar -y no tanto para irme de
fiesta como antes- y para repararle cada minúsculo detalle a Libertad, si una
pieza mostraba leves indicios de desgaste, se cambiaba de inmediato. Quería
minimizar al máximo el riesgo de una parada fortuita como me pasó en Mozambique
por problemas de mantención o, peor aún, una lesión por sobre esfuerzo. Estaba
parcialmente volviendo un el inicio del viaje donde el planificar era más
importante y, si bien siempre habrá espacio para la aventura, los sobresaltos,
los imprevistos y los problemas, quería sentir que tenía algo más el control y
proyectar el término de la vuelta al mundo en 18 meses a partir del inicio de
esta segunda etapa, a mi parecer el tiempo ideal que reconcilia dos objetivos,
suficientemente holgado para respetar mi filosofía del “viajar lento” y correcto
para volver con mi familia. Paré en Bishkek, la capital de Kirguistán, a
escasos km de la frontera, y como en cada capital a futuro, iba a tener un
justo descanso, arreglar a Libertad y ver temas burocráticos como visas de
países próximos, permisos o documentos.
En Bishkek encontré, primero que todo, gente. Que ya falta
me estaba haciendo luego de tener como compañeros de viaje a camellos y
caballos durante varios días. Me hice amigo de un kirguís, Kairat, con quien
tenía una forma de pensar muy parecida a la mía y gracias a quien descubrí más del
país. Lo más importante y evidente quizás, era que entre más me iba hacia el
sur, más se iba perdiendo la influencia rusa y más crecía el espíritu túrquico
y nómada de estos países. También me encontré con Javier, un español a quien
conocí en el 2017 mientras pedaleaba por Polonia y quien me iba a acompañar a
pedalear por Tayikistán.
El 19 de julio me embarqué hacia las montañas. De los 5 pasos
que tenía que cruzar para llegar a Uzbekistán, sin dudas el primero fue el más
difícil. No tanto por la altitud, solo 3.000 metros, sino por el volver a
sentir lo que era una bicicleta de varias decenas de kilos en las montañas. Llegué
a la base de las montañas, en Sosnovka, luego de un día de curiosos niños que
me saludaban por donde pasaba. Me recordó mucho a Egipto, con ese agudo
“¡Jeló!” (Hello) que se repetía como un eco. Al despertar para comenzar la
subida, tenía la cámara pinchada. Mientras comía algo antes de cambiarla, y sin
darme cuenta, el dueño del gostinitza (casa de huéspedes), sin avisarme
me había desarmado, parchado, inflado y armado la rueda. Gestos como esos eran
solo una muestra de lo que iba a venir en el resto de la ruta en Asia Central.
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Dentro de las Yurta. Es tan importante culturalmente que incluso la bandera tiene su unión |
El cruce me fue mucho más fácil de lo que pensaba. Noté en el
primer mes que la fuerza en las piernas la recuperé rápidamente, pero la resistencia,
es decir la cantidad de días que podía pedalear seguidos había bajado al menos
a la mitad. Ya en las montañas de Kirguistán vi ese país que aparece en las
fotos, más alejado de la influencia soviética y donde a cada lado de la ruta
aparecían decenas y decenas de yurtas, las que me servían de sombra para
protegerme del calor, tomar un café, comer algo o simplemente descansar. En
pocas partes del planeta me hubiera sentido cómodo entrando a una casa casi al
azar simplemente a descansar, pero en Kirguistán me invitaban de una forma que
me era imposible decir que no. La vida al interior de las yurtas pasa lenta y
tranquila y siempre se tomaban todo el tiempo del mundo para preguntarme lo más
que podían de mi país y mis costumbres. Lo mismo hacía yo de vuelta, tan
interesado como ellos de mí.
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Paso Ala-Bel |
En las montañas de Kirguistán pude escapar un poco del
sofocante calor de los valles, pero tarde o temprano tenía que volver a la
planicie. Pensaba llegar a Uzbekistán, al valle de Ferganá en tres días luego
de haber atravesado el paso de Ala-Bel, uno de los más hermosos que vi en mi
vida. Pero esos 3 días se convirtieron en 4 y medio. Las temperaturas
alcanzaban al mediodía a los 40° y se mantienen así hasta bien entrada la
tarde. Las montañas eternas no me la hacían más fácil y, por si fuera poco, 3
días seguidos de exclusivamente viento en contra. En general puedo luchar bastante
bien con el calor, las montañas o el viento en contra, pero con las 3 al mismo
tiempo se me pone en extremo cuesta arriba. Tenía que despertar a eso de las
6am, antes de los primeros rayos de sol, para poder pedalear algo. Por el calor
se me rompieron 3 pares de lentes y se me deformó todo lo plástico que llevaba,
así que esos días no pude kilometrar mucho.
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Kirguizkorgon dividida en dos |
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Con Sher, su amigo y familia |
Cuando ya casi salía de Kirguistán -con la cara tostada casi
al nivel de África por el sol-, hacia Uzbekistán, quise conocer uno de esos
pueblos frontera que fueron divididos luego de la caída de la URSS. Como en todo
imperio, conviven bajo una misma bandera lugares muy diferentes, como
Tayikistán y Estonia en el caso de la URSS. Hace 33 años, pasar de Kirguistán a
Uzbekistán era como quien pasaba de una ciudad a otra, eran simples divisiones administrativas.
Siempre me había preguntado qué había pasado con aquellas ciudades que quedaron
divididas a un lado de cada República, los veía en los mapas y no me imaginaba
como era la realidad in situ. Había visto hace días en el mapa el pueblo de
Kirguizkorgon, dividido casi perfectamente por la mitad entre Kirguistán y
Uzbekistán. Así que, sin nada mejor que hacer, partí a conocerlo. La calle
principal aparece cortada súbitamente por alambres de púas, no se puede pasar
al otro lado. Me recordó mucho a la frontera entre el Congo y Ruanda. Mientras
me metía por uno de los caminos hacia la frontera, escucho los gritos de Sher ([León]
en Uzbeko, a pesar que él era kirguiz y vivía en el lado kirguiz) haciéndome
una cruz con los brazos gritando ¡Zatkrit! (cerrado). Así que me devolví
y me invitó a su casa, tenía la excusa perfecta para conocer más del tema.
-"Los uzbekos nos dividieron la ciudad", me decía.
"Luego de la guerra que tuvimos, hace ya 10 años".
Me imaginaba que la ciudad la habían dividido desde el mismo
momento de la caída de la URSS, pero no. Mientras hay fronteras duras en la
ex-URSS (pasar sin invitación desde Estonia a Rusia es un pasaje de ida a una
cárcel rusa. Entre Armenia-Azerbaijan un posible tiro en la cabeza) y blandas
(entre Lituania y Letonia inexistente en la práctica), estas otras se han ido
endureciendo con el tiempo, explicado por la falta de fronteras claras entre
estas repúblicas. Prueba de estos conflictos latentes desde la caída de la URSS
es la actual guerra entre Kirguistán y Tayikistán que me "obligó" a
tomar un desvío por Uzbekistán.
Mientras nos tomábamos un té con Sher, conversábamos de la
vida. Cada vez entendía y hablaba más ruso -lo cual me tenía bastante contento
y envalentonado a conversar con todo el mundo- y en ese idioma me comentaba que
su amigo, con quien compartíamos en ese momento, había sido veterano de guerra
en la guerra contra Afganistán.
-"¿Con o contra los gringos?" -le pregunté.
-“Niet. Con los rusos. Maldita guerra. Manejaba un
Kamaz y los afganos aparecían con misiles y nos emboscaban una y mil veces” –
con la mirada algo perdida, lo notaba aún con cicatrices invisibles de su
participación en lo que fue el intento de los rusos de conquistar el país
inconquistable: Afganistán.
Al irme de su casa, a los pocos kilómetros apareció
Uzbekistán, el país número 87 de mi vuelta al mundo en bicicleta. Quise pasar a
visitar el lado uzbeko de Kirguizkorgon, pero iba contra el tiempo. A las 12
del día empiezan los 40⁰ de calor y se me empiezan a derretir las reservas de
hielo que llevaba, así que tuve que pedalear lo más rápido que pude para llegar
a la ciudad de Andijan, el que era uno de los puntos neurálgicos de la Ruta de
la Seda.
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Estando en uno de los puntos neurálgicos de la Ruta de la Seda, no podía visitar uno de los lugares donde se sigue la antigua tradición de su fabricación |
Mientras descansaba en un hostal en Andijan, una de las
ciudades más grandes del valle, escapando de los 40° que no cedían ni un poco,
me empieza a hablar un chico uzbeko, Sherai (“la puerta del león”). Era un influencer
del país y se dedicaba a hacer videos promocionando negocios en su Instagram y
nos hicimos rápidamente amigos. Él y sus muchos amigos uzbekos que conocí
fueron mi puerta de entrada hacia la cultura de su país, mezclado culturalmente
por todas las civilizaciones que los dominaron. Si bien los años dorados de la
Ruta de Seda original habían pasado, esta dejo una marca imborrable en su
sociedad. La influencia soviética era lo más fácil de ver en el Uzbekistán
moderno, pero también se podía ver fácilmente la influencia persa, túrquica,
musulmana e incluso china. Incluso los rostros de los uzbekos me eran difíciles
de catalogar; algunos parecían más iraníes, otros más rusos y otros más chinos.
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Con Sherai y Hakim |
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Otro arreglo de bicicleta que no me quisieron cobrar, a pesar de mi insistencia |
Las diferencias de Uzbekistán con sus vecinos me fueron
pareciendo obvias. Lo más notorio quizás era la influencia de la religión.
Mientras en Kazajistán bromeaba con mis amigos kazajos -de una forma bien poco
políticamente correcta- con que eran “fake muslims” (“musulmanes de cartón”
o de mentira), ya que salían de fiestas, tomaban alcohol, el sexo no era un
tabú y pocos rezaban -todo esto, en gran parte por la influencia soviética-, en
Uzbekistán, la religión juega un papel mucho más central en la vida. Incluso
ellos, que eran del sector liberal de la sociedad, le agradecían a Mahoma en
cada una de sus comidas y se comportaban en su día a día según las
instrucciones que dejó su profeta. Mientras caminábamos en el Shopping Center
donde Sherai tenía que hacer videos, entre jóvenes vestidas con coloridas
burkas -burkas que casi no vi en sus vecinos del norte y tan coloridas que me
hacían recordar a las musulmanas de África-, iba conociendo sus historias.
Todos ellos, en sus tempranos 20 años se iban a casar en unas semanas o ya
estaban casados. Casi no pude conocer gente de mi edad. A los 35 ya todos son
padres de familia y la vida la hacen puertas adentro. “Si no me caso con ella,
alguien más lo hará y me la quitarán”, me explicaba Sherai cuando le decía que
no entendía que se casara tan joven. En otra de las conversaciones, me contaron
como uno de los mejores amigos de Hakim (uno de los uzbekos que trabajaban con
Sherai), se hizo explotar en un bar de Estambul hace un tiempo. “Ahora es mi ex
amigo, jaja”. No sabía si hablaban en serio o en broma, pero era verdad. “Se
van para allá, porque acá la policía los tiene controlados”, me comentaban al
tiempo que me recomendaban no hablar de política en el país, donde es incluso
ilegal hablar mal del presidente. Tal como en Egipto, donde se da que la mezcla
perfecta de la religión musulmana permeando cada capa de la sociedad junto con
alto nivel de pobreza, se dan las condiciones para que grupos minúsculos se
radicalicen. Y es que Uzbekistán, para bien y para mal, me recordó mucho a ese
país del norte de África.
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En prácticamente cada día de pedaleo, me paraban en la calle para saludarme y darme ya sea un pan, chocolate o cualquier tipo de comida para "tener fuerzas y seguir pedaleando" |
Se suponía que mi pasada por Uzbekistán iba a ser casi
simbólica, de apenas un par de días de pedaleo. Ya que Kirguistán y Tayikistán
estaban en guerra y la frontera estaba cerrada entre ellos, mi única opción
para seguir en la ruta hacia el sur era meterme por Uzbekistán y aprovechar que
sus fronteras, con ambos países, seguían abiertas. Pero terminé conociendo uno
de los países más hospitalarios del planeta, donde hice un pedaleo lo más lento
que pude para impregnarme del país. No hubo día donde uzbekos no detuvieran la
marcha del auto para saludarme o invitarme a comer. No conseguí, por más que
insistí, pagar por los arreglos de Libertad, por lo que la mandaba a arreglar
solo si era estrictamente necesario. Si me paraba a descansar más de 10 minutos
al lado de la carretera con certeza alguien se iba a parar para ofrecerme algo
o al menos, consultarme si estaba bien o necesitaba algo. Luego de un par de
días ahí, terminé Uzbekistán el 29 de julio del 2022. Hasta ese entonces, siempre
que pensaba en la Ruta de la Seda me imaginaba rodeado de viajeros y comerciantes.
Pero si bien China está reviviendo la Ruta de la Seda, la ruta original, esa
donde pasaba una Torre de Babel de nacionalidades por el valle del Andiján, ya
no existe y prácticamente no se ven extranjeros y liberaban toda su
hospitalidad con uno de los pocos que veían, yo. Así, luego de convivir
exclusivamente con locales uzbecos, entré a Tayikistán, el último de los países
de mi ruta en Asia Central.
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Plov. Uno de los orgullos de esta parte del mundo, donde, a mi parecer la comida no es uno de sus fuertes. |
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Hasta pronto Uzbekistán |