Terminé Tayikistán en Murghab y, de acuerdo a mis reglas, el siguiente punto donde debía seguir pedaleando era Sost, también como Murghab el último poblado antes de la frontera con China, pero ahora desde el lado pakistaní, separados ambos por algo así como 100 kilómetros. Ese pueblo no lo elegí al azar. Cuando decidí “dar la vuelta al mundo en bicicleta” poco a poco fui definiendo mis propias reglas; en ese momento solo tenía claro que “tenía que llegar a Canadá” y que “tenía que pedalear todo el camino”. Pero luego fueron apareciendo los inconvenientes. En Colombia apareció el Tapón del Darién donde no hay conexión terrestre con Panamá y los “usureros” - había escrito otro adjetivo, acordado con mi tío panameño, pero prefiero guardármelo- Kuna Yala, indígenas panameños dueños y amos de la zona, me querían cobrar el precio de 5 pasajeros por Libertad y tuve que tomar mi primer vuelo en el viaje. Ahí definí que, en caso que hubiera algún punto donde no se pudiera cruzar en bicicleta, era aceptable tomar -como prioridad- un barco hacia el siguiente punto, el más próximo donde podía seguir pedaleando, o como último recurso un avión. Y luego vino Cuba. Me pareció lógico aplicar las mismas reglas en el caso de cruzar de un continente a otro o hacia/desde una isla. Luego, al llegar a Turquía, si bien era muy difícil -pero posible- obtener una visa para el país que venía inmediatamente a continuación, Siria, este país estaba cruzando por una de las partes más cruentas de la guerra civil y haberlo cruzado en bicicleta, desde las áreas kurdas, a las rebeldes y luego a las controladas por el régimen, hubiera sido un literal suicidio. Así que tuve que tomar un vuelo hacia Israel. Con el pasar de los meses (y años) he definido en base a mis propias reglas lo que es dar una vuelta al mundo. Por lo general le voy agregando metas (como cruzar todos los continentes o sumar 100 países). Así que en este caso, luego de la mala noticia de no poder cruzar China, tenía que seguir en el punto más próximo de Murghab, y ese era el “Visviri” de Pakistán, Sost, en la frontera con China.
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Mi corto paso por Catar, en Doha |
Por lo general soy bastante negativo en cosas donde tengo poca o nula injerencia (como el fútbol o la política), pero bastante positivo en las que la mayor parte del resultado depende de mí. En el viaje en bicicleta siempre voy de optimista. Me imaginaba cruzar desde Murghab a Sost en una avioneta o pagándole a alguien cruzarme en helicóptero los escasos 100 kilómetros que me separaban, pero todos los aeropuertos de la zona estaban inoperativos. Me tuve que devolver en dos tortuosas marshrutkas, en dos días, hacia Dushanbé. Desde ahí volar hacia Estambul y luego a Doha, donde hice una larga parada para conocer un poco de Catar y finalmente hacia Islamabad.
En el último de los 3 aviones tuve el fugaz pensamiento en que me daba un poco de flojera recorrer el enésimo país musulmán, si había visto decenas de ellos y conocía tan bien su cultura, desde el Magreb hasta Asia Central. Pero era un pensamiento ridículo. Poco y nada en común tienen Marruecos con Kirguistán, o incluso algunos más cercanos como Egipto con los Emiratos Árabes. Y si pudiera categorizarlos en unos pocos grupos de países, Pakistán (probablemente con Bangladesh) tendrían una categoría aparte.
Al salir del aeropuerto me encontré con una masa de gente que apenas me dejaba caminar, con un ruido y gritos que parecían más a la feria de mi Chillán que a uno de los aeropuertos donde pasan decenas de miles de personas por día. En ese lugar, en mis primeros minutos en el país, tuve mi primer contacto con el concepto del “no problem”, que voy a intentar describir. Le pregunté al taxista si me podía llevar a algún terminal rumbo hacia Gilgit (primera parada hacia Sost).
- “¡No problem!, hay muchos buses, te voy a dejar en un hotel cerca del terminal” -me dijo.
- ¿Pero cerca del terminal?
- “¡No problem!, queda a 5 minutos”
- Y ojalá no tan caro
-“¡No problem!”
El hotel resultó ser carísimo, a más una hora del terminal, en uno de los caos viales más grandes que he visto -a nivel Egipto-.
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Rumbo hacia Sost |
El “no problem” lo vi antes de llegar, cuando celebraba haber obtenido la visa de Pakistán (una de las más difíciles de obtener, donde tuve que enviar cerros de documentación y cartas) y Ghulam, un pakistaní que fue mi anfitrión en Génova, me dijo no entender por qué celebraba, si era “una de las visas más fáciles de obtener”. Todo es supuestamente fácil, todo es supuestamente rápido, pero casi nunca es así. Y no es que el “no problem” indique que algo va a salir mal, muchas veces el “no problem” terminaba siendo un literal “no problem” cuando preguntaba por Guest Houses u hoteles, y, en efecto, había varios. Es que el “no problem” no significa absolutamente nada. Pero con el paso de los días fui entendiendo su por qué. Vi varias veces escrito “la tierra de la hospitalidad”, por lo propios pakistaníes y efectivamente he leído a varios viajeros que se jactan de pasar por el país sin prácticamente gastar un dólar -algo que me parece tremendamente poco ético, pero ese es otro tema-. En cada punto donde necesitaba ayuda, ya sea ayuda para cruzar un túnel o algún problema con la bicicleta, casi no tengo que preguntar para que quien sea que esté más cerca, deje de hacer lo que sea que esté haciendo para ayudarme; es la cultura musulmana de la hospitalidad llevada al extremo. Entonces, probablemente el tipo del taxi no tenía idea donde estaba el famoso terminal, pero me quería de corazón ayudar (no me cobró extra e incluso me subió la bicicleta al hotel) y no podía darme un “disculpa, no te puedo ayudar” como respuesta. Así, aprendí que el “no problem” no entrega absolutamente nada de información, pero lo hacen con la mejor intención de ayudar.
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Por fin, mi último transporte hacia Sost para empezar la ruta. El bolso negro es Libertad al lado de un par de animales |
Volviendo a minibús, fue incluso más duro que mi vuelta a Dushanbé y fácil en mi top 3 de los viajes más tortuosos de la vida (con Tanzania como número 1 indiscutido); 9 horas esperando que partiera y otras 17 de camino, entre encomiendas, sacos de comida y fierros varios, apretujado con las piernas acalambradas y la música que me reventaba los oídos -necesaria según entendí, para que el chofer no se quedara dormido en una de las rutas más peligrosas que hay-. Me preguntaba por qué demonios no había simplemente comenzado mi ruta hacia la India desde Islamabad, pero sé que al ver el mapa, hubiera sido algo que no me lo hubiera perdonado jamás. Y al día siguiente, ahora incluso con animales en el mini bus, fueron otras 5 horas de viaje, ahora hacia Sost. Luego de 7 días de transporte, llegué al último punto hacia el norte del país desde Murghab. A pesar de no haber pedaleado un solo kilómetro entre Murghab y Sost, lo sentí como una victoria más grande que haber cruzado caminando los escasos 100 kilómetros de montañas entre ambos poblados; y la verdad es que me hubiera demorado bastante menos caminando a paso tranquilo que la semana que tuve que hacer arriba de autos, buses y aviones.
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Los improvisados técnicos de Libertad, en Sost |
Al llegar a Sost y volver a armar a Libertad la vi muy magullada y me era imposible pedalear así. Su cadena enroscada en cada juntura de la bicicleta -pero aun, afortunadamente, funcional- y varias partes muy golpeadas, incluyendo un disco de frenos (motivo por el que viajé con un freno y medio hasta Islamabad) y una válvula de una de las cámaras rotas, por lo que viajé sin repuestos. A los segundos se me acercó todo el pueblo a ayudarme, pero al ver que el problema parecía más complejo, la llevaron al mecánico del pueblo que la vio y la arregló en pocos minutos. Como siempre no querían cobrarme, pero aprendí a, casi a la fuerza, pagar igual. Al día siguiente, luego de varios días, volví a sentir el viento de la ruta sobre mi compañera. Empecé ese día a pedalear desde la frontera con China hasta la India.
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En ruta por el Karakoram |
En los primeros días de ruta lo primero que lamenté fue no conocer a minorías pamires o iránicas (como los wakhi) también presentes en Tayikistán, siempre me gusta ver las transiciones entre los pueblos, como una línea continua que cambia gradualmente de colores. Era una de las fronteras más “duras” que vi en el sentido de las diferencias entre sus gentes, pero los whaki hacían la excepción al estar dispersos entre China, Pakistán, Tayikistán y Afganistán, como ya me había advertido mi amigo pamir, Shodí. Es que las diferencias entre la mayoría de las tribus de Pakistán y los tayikos étnicos son demasiado grandes, amplificadas más aún por su historia reciente; mientras que al lado norte del Wakhan fueron conquistados por el imperio ruso, hacia el sur fueron los ingleses quienes vinieron. Entonces el idioma, sus costumbres y detalles menores como sus comidas, sus deportes -en Pakistán, incluso en las montañas comencé a ver el cricket, deporte nacional- y hasta el lado por el que manejan, todos son diferentes.
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Donde paraba me pedían parar para saludarme, en uno de los pueblos más amables que tenga memoria |
Partí con mucha calma, algo así como 70 kilómetros diarios, en parte también a que, al estar en un valle tan profundo, el sol se esconde muy temprano y sale muy tarde detrás de las montañas, teniendo menos horas de sol. Estaba pedaleando por las montañas del Karakoram en su homónima autopista, la carretera en más altura del planeta y una de las más hermosas, con vistas hacia montañas sobre los 7.000 kilómetros -las más altas que vi durante todo mi viaje- y no quería hacerlo contra el reloj, sino tomarme el tiempo de ver cada detalle y hablar con su gente. Y no es coincidencia que haya escogido el otoño para pedalear. Cuando se empieza a acercar el invierno, como los pájaros, me muevo de un hemisferio a otro, con un solo gran estrepitoso fracaso, cuando me pilló el invierno en Kazajistán el 2019. He estado así desde el 2016, intentando escapar del frío. Además, estas eran las últimas semanas donde podía cruzar las montañas antes de que empezaran las nevadas. Quizás lo único malo de que el invierno estuviera cerca es que, sumado al estar en un profundo valle, tenía incluso menos horas de sol. Por ese motivo pedaleé todo el país con mis relojes adelantados en 2 horas, para despertar antes y aprovechar el máximo de luz.
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En el punto donde comienzan los Himlayas y, por ende, oficialmente el subcontinente Indio |
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Zubrai |
La subida hacia las montañas la había hecho por Tayikistán, por lo que ahora la mayor proporción iba a ser bajada. Las bajadas son las más peligrosas como lo experimenté en Suiza, y también las que más maltratan a Libertad. Al ir sin cámaras de repuesto, y las que tenía puestas a punto de morir, y con la bomba de mano casi sin funcionar, tuve que parar varias veces a ponerle aire a las ruedas en los pueblos donde pasaba, en pequeños puestos especializados en las infinitas motos en las que se transporta el 90% de la gente. Ninguno me quiso cobrar. De esta forma el pedaleo se me hacía lento ya no por decisión propia. El único desafío hacia arriba que tenía era el paso Babusar, de poco más de 4.000 metros. Luego de pasar por el punto donde se juntan las tres cordilleras más grandes del mundo (los Karakoram, Hindukush e Himalayas) llegué a la base del Babusar para empezar la subida, pero el militar a cargo -Zubrai, con quien luego nos haríamos amigos- se me acercó y primero me dijo que era mejor tomar el camino más largo, vía Dasú. Había querido evitar el camino más largo por dos razones, eran 2 días más de pedaleo y era una zona roja del Foreing Office del Reino Unido, mi “biblia” para evaluar riesgos; hasta ahora había evitado todas menos una, en el norte de Mozambique, donde un movimiento fundamentalista islámico había decapitado a varias personas en un pueblo a pocos kilómetros justo cuando estaba por la zona. Con certeza no quería estar en mi segunda zona roja. Si bien el paso era “seguro” (las comillas ya que hace un par de semanas habían secuestrado a un ministro en ese mismo paso) el problema era que iba a empezar la nieve justo en ese momento y el paso iba a estar cerrado por el invierno. Los pocos kilómetros que había hecho en los días anteriores me pasaron la cuenta y Zubrai, como metiéndome el dedo en la herida me dijo que me perdí el paso “no por un solo día”, como yo le decía, sino que apenas por un par de horas.
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Algunos del centenar de pakistaníes que me ayudaron mientras estaba en el país |
Me quedé en Chilas durante dos días a esperar si por milagro se habría el paso, pero eso no ocurrió y, obligado, tuve que ir a meterme al camino que quería evitar. En esa ciudad tuve flashbacks de las zonas al interior de Omán, sus vestimentas tradicionales -sus largas túnicas y barbas eran tan exóticas a mis ojos como quizás mis camisetas de fútbol, cara blanca con bloqueador solar, shorts sobre medias rasgadas y lentes de sol en un lugar que nadie las usa lo eran para ellos-, y, por supuesto, ninguna mujer en las calles. Cero. Y claro, muchas cosas se parecen a Omán, desde las vestimentas hasta sus tés y su fervor religioso. Omán, un país que en mi mapa mental me parece tan alejado 4 años atrás, pero está apenas cruzando el Golfo de Omán. Con relación a las mujeres -las únicas que vi, eran menores de 10 años o estaban en sus casas-, mientras en Omán me dijeron de un modo burlesco que “el sol les hacía mal”, acá la razón principal que me dieron es que “ellas eligen estar en la casa; es cultural, no es que no las dejemos salir”, como una decisión propia.
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Rumbo hacia una clínica, arriba del camión que me rescató |
Al día siguiente partí hacia Dasú, ya no había más tiempo que perder. Mi plazo era terminar de cruzar India el 25 de diciembre del 2022, día que expiraba mi visa. Ese día de pedaleo tuve el peor accidente en lo que iba de viaje. En uno de los caminos más duros que he transitado, mientras iba colina abajo, las piedrecillas sueltas del camino, sumado a los pocos frenos con los que iba y a los gastado de las ruedas, me dispararon hacia adelante. Con la adrenalina me paré y seguí pedaleando por un par de kilómetros como si nada hubiera ocurrido, hasta que en el siguiente control el policía a cargo ve me con las heridas y me hizo parar. Me ofreció llevarme al hospital, pero le digo que estaba todo bien, por fin era mi turno de ocupar el “no problem”. Cuando le mostré las heridas me tuve que despegar el pantalón de la pierna y esta empezó a sangrar hasta el pie. Me faltaba como una pequeña masa de rodilla -la herida más grave-, tenía otra fea herida en el codo, mano, caderas y rasguños varios. Lo más complicado era la rodilla al intentar flexionarla, al vérmela noté que era imposible seguir pedaleando así y tenía que tratármela de inmediato. Intenté sacarme los pantalones para tratármela, pero el policía me paró de inmediato y ordenó a esconderme. Acá todo lo relacionado con el sexo o la desnudez es uno de los tabúes más profundos de la sociedad; tuve que ir atrás de unas rocas a limpiarme algo la pierna. Cojeando, le pedí al siguiente camionero que pasó si me podía llevar a Dasú y -como esperaba- me dijo que sí de inmediato. Si acá, con la extrema amabilidad de la gente, cualquier favor es fácil de conseguir, en el caso en el que me encontraba, lo era aún más.
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Como pocas veces, yo estaba más magullado que Libertad |
Luego de ser tratado en mis heridas en un puesto de ruta en una improvisada farmacia, a metros de algunas cabras, llegué a Dasú entre yodo, gazas, niños que me seguían donde iba y mendigos que no aceptan un no como respuesta. Vi que hay protestas masivas en todo el pueblo. Ese día, uno de los partidos políticos había sido excluido de las próximas elecciones y a una zona que ya de por sí es un hervidero político ahora se le sumaba esto. Además, era viernes, el día sagrado y donde es más probable que se armara algo mayor. Mientras comía algo -no había probado bocado en todo el día- se acercan unos militares y me interrogan, que qué estaba haciendo ahí. Les expliqué todo en detalle y me enviaron de inmediato a una especia de hostal que quedaba en el sector. Ya con un tono más calmado al advertir de mis verdaderas intenciones, un uniformado de -al parecer- mayor grado, me envió a una pieza y me dijo que tenía prohibido salir de ella y que no le podía abrir la puerta a nadie. Unos amigos de Zubrai se encargaron de enviarme comida al cuarto. Al mirar por la ventana vi a un militar con un rifle, haciéndome guardia toda la noche. Esa área se llama Kohistán y es uno de los sectores más conservadores del país, área donde los pastunes son la mayoría étnica.
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Mi escolta personal, que estuvo toda la noche afuerza de mi pieza, despertándome para ir al furgón militar |
Ya descansado, a las 8am, me golpearon la puerta los militares. Hora de partir. Pasé rápidamente a una farmacia a hacerme curaciones, siempre con mi escolta siguiéndome a donde iba. Les dije que me gustaría intentar andar unos kilómetros con Libertad, tomando calmantes para el dolor. El militar de mayor rango me dijo que en la condición que me encontraba no era conveniente pedalear. Al insistir noté que el “no” no era opcional. Me subieron a mí y a Libertad a un furgón militar y me sacaron del área. Uno tras otro furgón militar, donde hacía cortos trayectos de 10 o 15 kilómetros arriba de cada uno, hasta donde cada cuadrilla tenía su área de cobertura según suponía. Entre más me alejaba del sector, más relajados se veían. Al final, en la última van, ya ni siquiera llevaban fusiles. Así pues, me querían llevar hasta Islamabad, pero les pedí que me dejaran en el pueblo más próximo, en Besham, a 85 kilómetros de Dasú. Quería terminar la mayor parte del país pedaleando, no escoltado.
En Besham todo cambió para bien, volví al área “linda” del país y seguí pedaleando (con calmantes de por medio) a los pocos días. A medida que me acercaba a la capital pensaba en lo mucho que extrañaba las montañas. El caos que vi en Islamabad cuando aterricé estaba poco apareciendo, el subcontinente indio es uno de los lugares más densamente poblados del planeta y las montañas eran un oasis de espacio poco habitado, cosa que no volvería a ver durante lo que quedaba de año. Pero, si bien a mí no me hacía falta Islamabad, a Libertad sí. Maltrecha por las montañas -no recibía una atención mecánica desde Kirguistán- necesitaba ya urgentemente, entre varias otras necesidades, repuestos y frenos.
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Rumbo hacia Abbottabad |
Mi llegada en Abbotabad era, como pocas veces me ocurre, tal como lo había imaginado de antemano; rara vez las cosas suceden en la realidad a como las imagino. Caos vial, serpenteando entre autos y, principalmente, motos que no reciben una atención mecánica hace años. No quería pasar por ese caos y preferí meterme a Islamabad por las montañas, al norte de la ciudad. El pedaleo fue bastante al tener que forzar mucho mi rodilla por las montañas y el camino de piedras. Llegar al último paso de montaña lo vi como una pequeña hazaña. A pocos kilómetros de llegar, un local me empieza a hablar.
-Hola amigo ¿de dónde eres?
-De Chile – le dije, sabiendo ya de antemano la siguiente pregunta.
-¿Chile?
-Sí, en Sudamérica (“in South America”)
-Ah ¡America!
-No, South America, al lado de Argentina, Brasil…
Pero parece que la última explicación no le bastó y quedó con la impresión que era de Estados Unidos (de América, en inglés). Me empezó a seguir y a sacarme fotos, me decía que me iban a ayudar.
-No amigo, no necesito ayuda, gracias – le decía jadeando mientras intentaba alcanzar el último paso hacia Islamabad, ya empujando a Libertad por la falta de fuerzas. Pensaba llegar luego para pedalear lo más rápido posible, me estaba dando miedo la situación.
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Con Alí, del A.T.S. |
A los pocos kilómetros, casi exactamente en el punto del paso de montaña, paró un furgón militar. Se bajan de la ATS ("Anti Terrorist Squad", o patrulla anti terrorismo), en esa zona había secuestros de extranjeros y me tenían que sacar de ahí. Fueron 7 kms donde me llevaron hasta el checkpoint de ingreso a Islamabad. En la van conocí a Alí, con un fusil de asalto, quien me empezó a comentar que en la zona los secuestros no son motivados por fines religiosos, sino “que eran meros criminales que buscaban dinero” y me mostraba fotos en su celular de sus “objetivos neutralizados” - terroristas abatidos a tiros en el piso-. Eso sí, la situación acá, y en general en todo el país, salvo en el Balochistán, está mucho mejor que hace una década, me comentaba.
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Islamabad |
Por fin llegué a Islamabad. En la capital decidí quedarme en la zona diplomática, rompiendo mi regla de alojar exclusivamente en los centros urbanos y no alejado de la verdadera ciudad. Es que ya había tenido demasiada aventura en los días pasados y necesitaba un poco de paz mental y verdadero descanso. Me vino a recibir Ghulam y su familia, como es tradición en el país, con un collar de flores y lanzando pétalos al aire. Él y su esposa fueron mis anfitriones en Génova en el 2019 y les había prometido que el 2020 los iba a visitar en su país, pero el COVID quiso lo contrario. Las piernas estaban algo más recuperadas y mis heridas, si bien no al cien por ciento, al menos ni sangraban ni me dolía tanto al pedalear.
En paralelo, Libertad también se recuperaba, quedó como nueva. Luego de un par de días recorriendo la capital nos encaminamos rumbo hacia Lahore, en el este del país ya fuera de las montañas, las que no volvería a ver hasta muchos meses después. Las piernas se habían acostumbrado a las alturas y el lado positivo del “efecto Perú” es que, alcanzada la planicie, pedaleaba con la sensación de casi no hacer esfuerzo alguno. Como en el resto del país, por donde paraba se acercaba gente a ayudarme, conversarme o pedirme alguna foto. Había entrado de lleno en la carretera y si bien hay muchas más aventuras en las montañas y los caminos de tierra, estas interacciones con los locales hicieron la, a veces aburrida, carretera mucho más llevadera. A medida que me acercaba a la frontera veía como el horizonte cada vez se nublaba más y me iba costando respirar. No era neblina como pensé en un comienzo, sino una nube tóxica que me iba a acompañar por varias semanas. El paisaje de las montañas del norte del país fue reemplazado por inmensas y viejas fábricas contaminantes, autos y motos que dudo hayan pasado alguna revisión técnica y basura. Estaba en una de las ciudades más contaminadas del planeta (top 3 según varios estudios) y, como descubriría pocos días después, no era solo la ciudad sino que la zona más contaminada del mundo. Se me hizo fundamental intentar cubrir mis ojos (que a pesar de todo terminaban rojos al término de cada jornada de pedaleo) y nariz.
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Gujrat, rumbo hacia Lahore |
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Lahore |
Antes de salir del Pakistán tenía que visitar uno de los lugares que juntaba dos de las cosas que más me apasionan, las fronteras y los cambios de civilización, en este caso de la musulmana a la hindú: la ceremonia de frontera de Wagah-Attari, a pocos kilómetros de Lahora, mi última ciudad en el país. Y es que esto es quizás el tema más espinoso en el país, su relación con India a lo que todos los pakistaníes a quienes pregunté, me decían que ellos no tenían problema con los indios, "pero sí ellos con nosotros, nos odian". En la frontera, militares de ambos bandos realizan diariamente una ceremonia donde se desafían mutuamente justo al lado del inmenso pórtico que separa a ambas naciones en un estadio con los ánimos caldeados tal y como si fuera cualquier clásico sudamericano de fútbol, gritando cada desafío al rival como un gol. Entré en el lado pakistaní (el indio era más grande y estaba mucho más lleno) y veía como los soldados de un lado y otro de desafiaban, viendo, por ejemplo, quien levantaba más alto las piernas al momento de marchar. Ahí noté algo que venía sospechando hace días, el supuesto odio entre indios y pakistaníes no es tanto odio o rencor como un sentimiento de desafío constante entre uno y otro lado, el vencerte, explicitado en símbolos como esta ceremonia o el crícket.
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Ceremonia en Wagah - Attari |
Al día siguiente, estábamos cruzando con a Libertad hacia India el mismo pórtico que había sido testigo el día anterior de la “batalla” entre ambos ejércitos.